En 1991 pasé una temporada en París, invitado por un primo muy querido. Por entonces yo trabajaba en un diario de Córdoba, por lo que aproveché la estadía para hacer algunas entrevistas. Fueron dos, en realidad: una a Moebius, el historietista, y otra a Cartier – Bresson, el gran fotógrafo francés.
Cartier tenía por entonces 83 años y dificultades para caminar. “No es fácil sacar fotografías cuando se anda con bastón…”, se quejó. Al apagar el grabador me confesó que hacía años que no daba entrevistas.
—He hecho una excepción con usted porque me dijeron que era argentino y de Córdoba…
Me quedé perplejo. Cartier se explicó. A fines de 1964 había viajado a Buenos Aires de incógnito, invitado por un arquitecto porteño que había conocido en Cuba. Juntos fueron hasta San Javier, un pueblo de Traslasierra, donde vivía una tía paterna suya. El caso es que, a la vuelta, se les descompuso el auto en un paraje cercano a Mina Clavero, donde debieron pernoctar. Al día siguiente la gente del lugar los invitó a una fiesta de casamiento, en la que Cartier terminó oficiando de fotógrafo.
Ya en París, reveló las fotografías y las envió. El sobre regresó tiempo después, con una nota que decía que el lugar de destino era inexistente. Cartier me mostró el sobre, que permanecía cerrado, e hizo una descripción detallada del lugar y del camino que conducía hasta allá.
—¿Conoce Mina Clavero? —me preguntó.
Le dije que sí y que no tendría problemas en ir a buscar el lugar y entregar las fotografías.
—Eso es lo que usted quiere, ¿no es cierto?
—Efectivamente —respondió—. No sé cuántos seguirán vivos, pero necesito saldar esa cuenta.
*
Salí a la calle, eufórico. Me sentía a la altura de la ciudad, y por encima de la ciudad, incluso: acababa de hacerle una entrevista a Cartier – Bresson en París, y con el bonus track de las fotografías del sobre… ¿Cómo serían? Me moría de ganas de verlas.
Al llegar al departamento, mi primo puso agua a hervir y con el vapor fue despegando la solapa del sobre hasta separarla por completo. Las fotos eran de un casamiento de campo, al mediodía. Ahí estaban los novios y toda la parentela, captados por el ojo visceral de Cartier.
El caso es que, entre los fotografiados, había dos personas idénticas a dos amigos míos… Pero idénticas. En lo físico, las actitudes, las expresiones, todo. Eran ellos, en otras vidas… El igual a Mario (López) tenía un protagonismo considerable en las fotos (a todas luces, había establecido un diálogo con Cartier, cámara de por medio). Ahí estaba, mirándolo con curiosidad, o hablando con los otros, o riéndose a las carcajadas con esa zafadez característica de Mario, que nunca es irrespetuosa. La idéntica a Clara (Sáez), en tanto, aparecía en menos fotografías, pero así, tal cual es ella: atenta, inquisitiva, desafiante, sonriente.
Pensé en llamar a Cartier para ponerlo al tanto de la coincidencia, la increíble coincidencia, pero mi primo me advirtió de lo estrictos que pueden llegar a ser los franceses con cosas como la violación de correspondencia.
*
Regresé a la Argentina y me reintegré al diario. Días después me encontré con Hernán, el esposo de Clara, en el centro de Alta Gracia. Hablamos del viaje, de las entrevistas, y a continuación le dije que tenía algo increíble para mostrarles, a ellos y a Mario. Hernán me propuso juntarnos en su casa, esa misma noche.
—Yo le aviso a Mario —dijo.
Hernán era el más interesado en saber cómo había sido el encuentro con Cartier porque había ido a la exposición que se había hecho en el Caraffa, en 1986, y había quedado deslumbrado con las fotografías. Cuestión que aquella noche, después de hacerles una crónica del encuentro y contarles que el tipo había estado en Traslasierra, les dije que me había dado unas fotos para que las entregara.
—Noo… —dijo Hernán.
—Sí.
—A ver…
Saqué las fotos. Al principio estaban deslumbrados con la nitidez, la calidad de las imágenes, hasta que Clara dijo:
—¡Este de acá es igualito a Mario!
—¡Síii…! —exclamó Hernán—. ¡Y mirá en ésta!
Mario se acercó a ver.
—Mi mismo corte de pelo, todo… —dijo, azorado.
—Sí, y el mismo estado que te agarrás cuando te ponés en pedo —remató Clara.
Todos nos reímos. Seguí pasando las fotos y en un momento Hernán exclamó:
—¡Y ésta de acá es igual a Clara!
Clara y Mario se acercaron a ver.
—¡Mirááá…! —dijeron, al unísono.
Mario me miró fijo y, medio en joda, medio en serio, dijo:
—No nos estarás charlando, ¿no?
Me reí.
—No, boludo…
—¿Dónde es esto?
—En un pueblo cerca de Mina Clavero, no sé bien…
—Pero, ¿cuándo estuvimos acá?
Nos volvimos a reír.
—Las fotos son de 1964 —precisé—. Fijate en los dorsos.
Clara me preguntó entonces qué pensaba hacer con las fotos.
—Porque deben valer un montón de guita… Tienen la firma del tipo, todo…
—Sí, pero el viernes me voy a Traslasierra, a entregárselas —respondí—. Los del diario me propusieron hacer una nota con los que aparecen en las fotos, hoy…
—Yo rescataría algunas… —continuó Clara—. El francés no tiene por qué enterarse…
Nos reímos. Mario la miró y dijo:
—Podríamos acompañarlo, ¿no? A vernos cuando seamos viejitos…
—Sí, ¿no? —acordó Hernán con entusiasmo.
—Podrías incluirnos en la nota…—deslizó Clara.
¡Incluirlos en la nota! ¡Cómo no se me había ocurrido!
*
Salimos el sábado por la mañana, bien temprano. Mario fue vestido como su alter ego de las fotos.
—Van a alucinar los viejos —repetía.
Llegamos a Mina Clavero y fuimos a la dirección de turismo, a preguntar dónde podía encontrarse el lugar que figuraba en el sobre como Cañada San José.
—¡Ah! —dijo inmediatamente la empleada—. Usted dice Villa Benegas… Cañada San José se llamaba antes.
*
Subiendo por el camino viejo que comunicaba con Córdoba, llegamos a Villa Benegas, un caserío donde una treintena de personas continuaba resistiendo las durezas del aislamiento. Preguntamos por María Francisca Almada, la destinataria del sobre.
—Doña Pancha, dirán ustedes —nos dijeron—. Es allá, donde dice despensa.
La despensa estaba cerrada. Golpeamos las manos y salió una viejita de lentes, encorvada, con el cabello recogido en un rodete. Nos presentamos y le dije que le traía una carta de un fotógrafo francés que había estado en Villa Benegas, hacía muchos años.
—A ver… —dijo.
Doña Pancha inspeccionó el sobre sin dilucidar el nombre de Cartier (vio, sí, que era la destinataria) y nos invitó a pasar. Una vez dentro, nos presentó a su hijo Ariel, que vivía con ella, preparó café y entonces sí, sacó las fotografías.
Al principio no lograba reconocer a los fotografiados. Hasta que Ariel dijo:
—¡Es el casamiento de la Zulema y el Indalecio! ¡Mire, mamá!
Y empezó a nombrar a los que aparecían.
—¡Mirááá! —asentía Doña Pancha, maravillada.
—El francés, claro… —dijo en un momento, mirándome—. Ahora me acuerdo, sí.
Y empezó a hablarme de él. Ariel, repentinamente perplejo, la interrumpió pasándole una foto en la que se veía al alter ego de Mario sonriéndole a Cartier, en momentos en que el cura casaba a los novios.
—Qué loco, este Bailón —dijo Doña Pancha con cariño—. No ha cambiado en nada…
—Sí, mamá, pero, ¿ve el parecido con el muchacho?
—¿Con qué muchacho?
—Con el muchacho… —repitió Ariel, señalando a Mario con la cabeza.
Doña Pancha lo miró con detenimiento. Nosotros nos reímos.
—Tenés razóóón…—convino, azorada—. ¡Es idéntico!
—Hasta la misma ropa… —deslizó Ariel, con una mezcla de sigilo y desconfianza.
Dona Pancha atendió al detalle y empezó a ponerse seria. Quise explicar lo que ocurría, pero la viejita, dirigiéndose a Ariel, agregó:
—Y la chica es idéntica a la Concepción, ¿te diste cuenta…?
Ariel miró a Clara con detenimiento, buscó en las fotografías a la tal Concepción y, presa del pavor, empezó a recriminarle, y a incriminarnos:
—¿A qué has venido, vos? ¿Quiénes son ustedes?
Yo traté de tranquilizarlo, pero el tipo estaba fuera de control.
—¡Esta gente son diablos, mamá! —vociferaba—. ¡Han venido a quitarnos la paz!
—Háganme el favor de retirarse —dijo Doña Pancha con severidad.
Quise explicarle, pero la viejita se mantuvo inflexible.
Salimos. Ariel se nos adelantó y fue corriendo hasta una casa vecina, gritando el nombre del tal Bailón. Nosotros nos quedamos aguardando la salida del tipo, muertos de curiosidad.
*
Ariel regresó con Bailón y algunas personas que estaban en la casa. Otros, alertados por el barullo, se fueron acercando. Después de las presentaciones, Bailón y Mario quedaron mirándose. Era increíble el parecido, a pesar de la diferencia de edad. El parecido de los seres, sobre todo…
Ariel trajo entonces las fotografías. Quería mostrar lo idéntico que era Bailón a Mario por aquel entonces. Ninguno de los que no habían visto las fotos lo podía creer.
—¿Cuántos años tenés? —le preguntó Bailón a Mario.
—Treinta y seis —respondió.
—Los mismos que tenía yo cuando sacaron las fotos…
La coincidencia despertó la desconfianza entre los recién llegados. Ariel aludió entonces al parecido de Clara con Concepción y empezó a pasar las fotos en las que Concepción aparecía.
—Estas fotos fueron sacadas días antes del accidente… —dijo Doña Pancha.
—¿Qué accidente? —pregunté.
—El accidente en que murió la Concepción…
Nos miramos con Clara y Mario. La gente se nos apartó con una mezcla de temor y hostilidad.
—Va a ser mejor que se vayan, señores —dijo Doña Pancha con renovada severidad.
—Sí, va a ser mejor que se vayan —asintió Bailón, con preocupación.
*
Nos fuimos. Días después le escribí a Cartier, contándole lo sucedido (en el sobre incluí algunas fotos de Clara y Mario). Nunca me respondió. Ya ni pensaba en el asunto cuando se apareció Bailón por casa, acompañado por el viudo de Concepción, que quería conocer a Clara.
Los llevé hasta su casa. El viudo se quedó maravillado. Le preguntó a Clara por los apellidos de sus padres: ninguno coincidía con los que recordaba de Concepción.
—Algún antepasado en común tiene que haber… —porfió el viejo, con reposada convicción.
Bailón nos contó entonces lo que se decía en Villa Benegas de nuestra visita.
—Las fotos son de esa época y fue el francés el que las sacó. Pero que las haya traído el tipo (por mi), y con esos dos…
Les expliqué entonces cómo había sido la cosa. Después los acompañamos hasta lo de Mario, que estaba trabajando en Córdoba, y nos despedimos. Fue la última vez que los vi.
Luis Eliseo Altamira es Lic. en Comunicación social. Publicó El ovillo, un libro de cuentos, poesías y prosa poética con dibujos de Rep, editado por el Círculo Sindical de la Prensa de Córdoba, Argentina. Publicó La infancia del Che, editado por Taller de Mario Muchnik. Publicó cuentos en una antología de cuentistas cordobeses del diario Página 12. y en las revistas Superhumor, Juegos para Gente De Mente, Puro Cuento y Papeles de Córdoba. Como periodista publicó en el diario Alfil de la ciudad de Córdoba, en las revistas Deodoro, Ciudad X, Umbrales, Papeles de Córdoba y Fierro, y en los diarios Página / 12 Córdoba, La Voz del Interior y Alfil.
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