
Tres notas sobre el ataque de pánico.
Derrumbe y trauma.
1-Alex casi muere.
Conoció los delicados precipicios de su cuerpo casi a punto de caer, en el abismo. Acompañé ese tiempo de espantos «vividos» a pura fortaleza.
Un año después me cuenta que tiene episodios que muches diagnosticarían como «ataques de pánico». En principio dice que aparecen «de la nada». Luego los relata, los desglosa. Asocia. Despliega ese rapto del cuerpo tomado por el miedo a morir.
Recuerda, mejor dicho recordamos, ese tiempo en el que no había margen ni lugar para temer. (Pienso allí en la función del testigo, porque mucho de esa experiencia Alex refiere haberla olvidado). Entonces, recuerda: “Ese tiempo fue sólo salir a flote”. Me dice: «Ahora, que tengo tantos sueños al alcance de mi mano, tan realizables, sucediendo…muero de miedo. ¿Y si recaigo? ¿Si la enfermedad vuelve? Hubo un tiempo en que mi cuerpo se acostumbró a sobrevivir. Ahora sueño. Tantas cosas. Muero de miedo…”.
Recupero el trabajo de Winnicott acerca del «miedo al derrumbe», en el que plantea que el derrumbe es algo que en realidad ya aconteció.
Pienso que del pánico se sale hilvanando derrumbe a trauma. Eso que ya aconteció, puro arrasamiento. Marca en el cuerpo.
El ataque de pánico reintroduce un miedo que quedó desanudado, pura marca corporal. El trabajo analítico subjetiva el pánico, lo vuelve miedo -es decir- lo historiza. El trabajo analítico le confía el pánico al lenguaje.
2-Javier y su corazón-coraza[i].
“Tengo mucho miedo, vivo asustado. Pánico a que me pase algo. Morirme, es miedo a morirme. En lugares cerrados, en un colectivo, por ejemplo. Cuento los minutos que faltan para bajar. Mi cabeza no para, siento que mi corazón late a mil por hora, que va a estallar, que me voy a morir”.
Javier solo habla si le hago preguntas. En un momento pregunto por su familia. Toma aire y me cuenta: “A mi viejo lo mataron antes que yo naciera. Un mes antes”. Me cuenta que sus padres militaban, que su madre se abrió por el embarazo. Al papá lo matan en “un enfrentamiento”. Varios tíos maternos y paternos desaparecieron. El papá de Javier también está desaparecido.
El inicio de su relato es el exilio, el antes es lo que le contaron, lo que sabe, “no lo suficiente”. La muerte, la pérdida de su papá no aparecen en principio más que como datos o información, no hay afecto aparente, dolor, vacío, anoticiamiento de lo que implica esa ausencia, ni siquiera una pérdida, no lo tuvo, no lo conoció siquiera, no pudo perderlo. Al mismo tiempo, su manera de hablar de sus síntomas está circunscripta al terreno del cuerpo, lo que siente se localiza en su corazón, estrictamente en el órgano: se acelera, late muy rápido. Tiene miedo a morir.
Si bien Javier menciona afectos como islas, unos aislados de otros, sin mucha interrelación, si bien la afectación y la afectividad es pobre, no podría decir lo mismo del clima de los encuentros conmigo. De un modo extraño, tal vez difícil de transmitir, el clima de las entrevistas, y luego sesiones, estaba poblado de una densidad, una carga afectiva que yo por lo menos sentía, aunque no se hicieran visibles ni en su cara ni en sus gestos.
Le pido (en parte para saber, por mi propio deseo de saber, en parte para que hable, en parte para saber qué sabe él, en parte para moverlo un poco de un relato más descriptivo de síntomas y fechas) que me hable de su papá y de su muerte.
Toma aire, y cuenta (por primera vez lo cuenta): “Mis viejos se conocieron de estudiantes, en la facultad de económicas, una hermana de mi papá era amiga de mi mamá y los presentó. Sé que empezaron a militar juntos y que luego se fueron a San Juan por cosas ligadas a la militancia. Mi mamá se había vuelto un tiempo por el embarazo, y un par de meses después a mi viejo lo matan, lo van a buscar a él y a otros más. Al mes nací yo (Javier se toca el pecho a la altura del corazón en distintos momentos de su relato, como si tuviera que sostenerlo). No tengo nada de él, mis abuelos guardan cosas suyas, una vez de adolescente me contaron que él escribía poemas, yo nunca los leí. Tengo que ir a buscarlos, pero me cuesta, no quiero hacerles mal a mis abuelos con estas cosas, están muy viejitos. Lo postergo, pero cada vez se me hace más difícil ir. El hecho de verlos así me pone mal, el miedo a que se mueran, no lo podría tolerar, entonces no voy y es peor. Debería…”. En la siguiente entrevista me cuenta que al irse la vez pasada necesitó caminar todo el trayecto hasta su casa, como una hora, tal vez más. El corazón se le salía, se sentía agitado, pero se dio cuenta que aquella “sensación en el corazón” (así lo nombró) no era algo físico. Y luego se fue calmando. Le señalo que eso que sintió se llama angustia. Me pregunta: “¿Estás segura?”. Me cuenta que el solo lloró dos veces en su vida: una vez en un avión de chiquito y otra en el funeral de su abuelo materno. Le digo que una cosa es lo que siente (en el corazón) y otra aquello que piensa de lo que siente. Javier localiza emociones en su cuerpo biológico, a lo largo de estos primeros encuentros se transformará en un modo de anoticiarse de sus sentimientos. Afectos que se muestran en el cuerpo y de los que en principio no se apropia.
Vuelvo sobre los supuestos “ataques de pánico” (eso le dijo su médico y también en las guardias a las que acudió) y le digo que más que ataques de pánico parecen ataques de terror, que me parece que él está aterrorizado. Acostumbrado a una distancia emocional que le era tolerable, pero que en algún momento perdió, tiene terror a lo que puede sentir, a morir de dolor, a no aguantar la angustia.
Le pregunto si la edad en que comenzaron sus problemas no coincide con la edad que tenía su padre cuando lo mataron y desaparecieron. Se queda, piensa… Concluye que sí. Le señalo cuán presente está la historia de su padre, de su origen, en estos padecimientos que trae, en un corazón que se muestra afectado, y empiezo a poner en palabras esta historia de un dolor sin registro, pero que produjo y produce marcas, en los afectos y emociones que empieza a sentir y registrar, y en los afectos y emociones que han vivido silenciados, invisibles pero presentes, todos estos años, incluso aún en las imposibilidades, imposibilidad de tener una historia construida con los cimientos de la emoción.
Poner en palabras, dar sentidos, meterme con su historia, aún suponer que me encontraba ante un hombre que no carecía de afectos, que estos contaban con inscripciones en su psiquismo pero que no había podido apropiarse, registrarlos, subjetivarlos y subjetivarse a partir de ellos, fue un proceso que involucró y exigió toda mi disponibilidad afectiva. Ese trabajo originario y fundante de nombrar afectos no es un trabajo “teórico” o neutral, comprometía a mi propio “corazón”, mi completa disponibilidad emocional. Por otro lado, la ausencia de dichos afectos en un registro consciente me resultaba palpable, eran ausencias palpables. A medida que las sesiones pasaban iba siendo más notorio para mí el control, el aislamiento con el que vivía Javier. Por otro lado, sus crisis y su sintomatología en general parecía estar al servicio de dicho aislamiento. Con el avance de sus padecimientos Javier se autolimitaba cada vez más como manera de prevenir nuevas irrupciones de angustia o pánico.
Cada vez más, una vida reducida a trabajar y temer.
Introduje en las sesiones la idea de “represa”, para intentar volver pensable (o más bien crear pensamiento, incluso metáfora) junto a Javier, acerca de este funcionamiento controlador de desbordes, toda una maquinaria orientada a evitar el desarrollo de un temor, o más bien del sentir en general. Represa en la cual se pone en marcha la angustia señal que apelaría a la posibilidad de frenar estallidos de angustia traumática. Sin embargo, para mí era evidente que toda la posibilidad de sentir se hallaba cercenada, y no solo en la actualidad o en los últimos años de la vida de Javier. Mi impresión era que toda su vida se había edificado de ese modo, bajo esas condiciones, y que su economía psíquica se sostenía en un funcionamiento de cantidades limitadas en su capacidad de investimiento. Economía psíquica que toleraba hasta cierto punto las intensidades. Las evitaba, las postergaba, y aún después quedaba el recurso del “debería…”, recurso que transformaba deseos en deberes con los cuales cumplir, junto con la culpa por no estar haciéndolo.
En una sesión me preguntó: “¿Vos me querés decir que yo nunca sentí?”. Su pregunta me resultó cierta pero cruda. Me costó contestar. Le dije que su sentir muchas veces evitó intensidades, que pareciera que la intensidad ha sido un problema, aún lo sigue siendo. Y que su sentir en los últimos años quedó confinado en gran parte al territorio del cuerpo. En otra ocasión le pregunté si lo único que temía sentir era miedo, le dije que me parecía que él tenía muy poca confianza en su capacidad de sentir, y que era muy empobrecedor reducir el enorme abanico de afectos posibles a un campo estructurado alrededor de dos posibilidades: tengo miedo-no tengo miedo (creo que me refería a los ataques de “pánico” como una excelente forma de aplanar y evitar cualquier complejidad). Le dije que podía ir averiguando, descubriendo, cuantas otras cosas él puede sentir.
El clima de las sesiones iba mutando. En cierto momento me encontré con su risa, una risa incontenible, respecto de cosas que yo decía (que en ningún modo intentaban ser graciosas) y que a veces bordeaban con la angustia. Al preguntarle por los motivos de esa risa, el por ejemplo decía: “por como lo decís vos parece que yo soy como un robot”. La risa me sorprendía a mí, pero sobretodo lo sorprendía a él, al tiempo que lo vitalizaba. La risa aparecía en el momento menos pensado, absolutamente incalculada.
Tiempo después irrumpió el llanto. “El domingo yo estaba en mi casa, buscando cosas en Internet. De pronto se me ocurrió meterme en el museo de la memoria, y puse los nombres de mi papá y mis tíos. Me puse a llorar como un bebé, no podía parar, lloraba y lloraba”. Javier comenta que esto le ocurrió de golpe, no se había imaginado que le podía pasar. En otra oportunidad refiere: “estaba tirado en mi cama y de golpe sentí que me invadía como una sensación de que iba a ponerme a llorar. No tengo idea del porqué. Pero me di cuenta que no era algo físico”. El cuerpo de Javier iba dejando de ser el espacio para manifestar las intensidades, abría la posibilidad de hablar de su sentir, se iba subjetivando en una trama incipiente, y escuchar esas pocas palabras era, para mí, conmovedor. La risa y el llanto incontenibles, imparables, parecían desbordes de la “represa”, en transferencia. Corazón des-acorazado en el trabajo analítico.
3-El sano miedo.
Decía: confiar el pánico al lenguaje. Transformar pánico y terror en miedo. Historizarlo. Volver sobre un derrumbe ya acontecido, entonces lo “inminente” se reconduce al pasado.
En tantas, tantas otras ocasiones trabajamos con derrumbes actuales. Pánicos bien fundados, terrores que emergen frente a amenazas de muerte efectivamente enunciadas, acontecimientos infernales, violencias al filo de abismos sin retorno. La angustia señal muchas veces protege, pide interlocutor, amparo y auxilio. Terror arraigado al criterio de realidad, no a un despliegue fantasmático, fantaseado, neurótico.
Me importa mucho situar que estos pánicos, terrores, miedos y angustias bien fundados, de la que se sabe en la mira, de la que se sabe “blanco” de un deseo de aniquilación, no son “neurotizables”. Des oírlos es duplicar la violencia y el desamparo. Somos muchas las colegas que recibimos en nuestros consultorios relatos de sobrevivientes a historias traumáticas que han sido violentadas por escuchas acusatorias, culpabilizantes, que dejan a quien consulta aún más inerme.
A veces, frente al pánico, solo nos queda confiar, y responder. Hay pánicos y terrores sabios, lúcidos, formulados a tiempo. Estamos, les analistas y terapeutas, a tiempo también de revisar nuestro propio criterio de realidad y no hacer de nuestras teorías ejercicio de la crueldad y fábrica de cómplices de la violencia, el abuso y la muerte.
Vivas nos queremos. Para eso y por eso, a veces hay que saber pasar por el miedo.
[i] Versión abreviada de un material clínico trabajado en el libro “Sueño, medida de todas las cosas” (Topía, 2018).

Lila María Feldman es psicoanalista y escritora. Ideó y coordina los talleres “El coraje de narrar “. Publicó el libro premiado “Sueño, medida de todas las cosas “, colaboró en otros, y publicó diversos artículos y publicaciones en Página 12 y distintos medios de la Argentina, Chile y España.
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