“Estamos divididos entre la añoranza por lo familiar y la urgencia de lo diferente y lo extraño. Muchas veces, sentimos más nostalgia de los lugares que jamás conocimos”
Carson Mc Cullers
No me da miedo recordar. Creo que esa es la razón por la cual, según dicen mis amigos de la escuela primaria, puedo recordar sucesos e imágenes insólitas, tanto por la distancia temporal como por lo supuestamente insignificante. Tienen razón: no me da miedo recordar lo insignificante. Siempre intuí que allí estaba lo intenso, la ternura y la modesta trascendencia.
La escena es más o menos siempre igual: recuerdo algo insignificante, que suele no tenerme a mí como protagonista sino a alguno de mis amigos, y su reacción mezcla sorpresa, incredulidad, estupor y una tierna agresividad. Eso mismo: recordarles que fui espectador activo de sus infancias los alegra y violenta al mismo tiempo. Me tildan de loco, obsesivo o freak.
Pero lo sigo haciendo sin ánimos de ofender ni de transferirles nostalgia; por el contrario, son recuerdos antiquísimos, proto-anécdotas que se perfilan hacia el porvenir. Lo sigo haciendo, pago el módico costo de ser rotulado como bizarro-memorioso, y así nos seguimos riendo, divirtiendo y encontrando niños en nuestra adultez.
Soy un Funes el memorioso de lo insignificante, uno demasiado humano: no me interesa el recuerdo como fin en sí mismo, sino como modo de abrazarnos.
El recuerdo es aliado indispensable de la voluptuosidad, dice Amélie Nothomb. Recordar puede ser placentero, y allí su dificultad. ¿Qué placer no es trabajoso? He aquí los pormenores del hedonismo: un placer sin recuerdo, por ende sin historia, conflicto o comunión.
“Mis” recuerdos insignificantes, su rememoración y narración, se asemejan a una nouvelle que se edifica y centra en torno a algo que ha sucedido. Más específicamente, en alguna clase de secreto, algo que falta, algo sustraído, algo no narrado. Hay un secreto actuando, del cual no importa el contenido sino su forma; más aún, quizás no hay tal contenido, ni manifiesto ni latente. Hay algo que no se sabe pero que actúa en la proto-anécdota, causándola. Y el primero en no saber soy yo, narrando.
Recuerdos que son casi nouvelles: historias perdidas que dan lugar a un relato potencial.
“Es divertido lo que uno no recuerda”, dice Hal en La broma infinita de D. F. Wallace.
La nouvelle ─perezosamente traducida como “novela corta”─ es un relato conjetural frente al cual, al leerlo o escucharlo, no se trata de interpretar sino de narrar lo que falta, de (re)construir algo que no está. Piglia nos enseñó que entender es volver a narrar.
En “mis” proto-anécdotas no hay enigmas a resolver o develar, sino alguna clase de secreto y su respectiva ambigüedad: algo más parecido a un fantasma que se aparece, un recuerdo espectral, tan real como tranquilamente ficticio.
Me da la impresión de que literalmente recuerdo cosas: el sentido es muy secundario, casi que no importa. Son cosas que eventualmente pueden ser vestidas con palabras. Por eso el semblante de “insignificante”.
¿Qué es lo insignificante? En un psicoanálisis suele ser lo que paradójicamente se torna más significante.
¿Son recuerdos encubridores? Probablemente. Pero me animo a suponer que se trata de su reverso: recuerdos descubridores, que en potencia podrían desentrañar ese desplazamiento que causó un secreto. Recuerdos que, si mis amigos se interesan en escuchar, descubrirán algo o más bien nada: no descubren la pólvora ni nada parecido, sino que nos descubren próximos, amigos. Recuerdos que nos quitan las caretas.
Los secretos son poderosos porque permiten una reunión: condensan, ordenan y tejen una serie. No necesariamente tienden al engaño o la mentira, pero sí a alguna clase de ocultamiento. Y éste puede haberse dado sin más vocación que la pura necesidad. No todo puede ser narrado, y menos por niños.
La memoria [colectiva], los mitos de un pequeño grupo de amigos, o una nouvelle, se construyen y narran en función de un lugar vacío, de una falta. Por ello el secreto se vincula con la contingencia, la casualidad o el azar. Así lo aprendimos a fines de los 90’ con La isla del sol: “se cruzaron nuestros caminos por casualidad”.
Son recuerdos/relatos/anécdotas enmarcadas, unidos a algún secreto tan íntimo como a voces.
La dificultad del recuerdo, del placer que trasciende, es una identificada por Hegel: la trascendencia implica absorción, es decir, la posibilidad de encontrar lo extraño en lo que suponíamos más íntimo.
Recordar estas cosas insignificantes me permite un tipo particular de relación con mis amigos, claro, pero también con el relato y el recuerdo en cuestión: al narrar veo, construyo una escena, una historia que me incluye lateralmente, como testigo o quizás como espectador, una ajenidad familiar. Narro, recuerdo, para saber o para causar el saber de alguien.
O quizás les esté prestando mis recuerdos, mis construcciones, mis inventos verídicos. No es que posea una capacidad especial o una memoria prodigiosa, como Funes, sino que se trata del efecto de una elección, la cual ahora recién narro e intento formalizar. Quizás me interesan esos desplazamientos, eso corrido de lugar, ocultado sin pretensión enigmática. Eso que, como síntoma, no cesa de escribirse. Quizás por ello me hice psicoanalista.
¿Yo me acuerdo o en verdad les estoy contando, haciendo parte, de un sueño? Me refiero a lo onírico como esa suerte de utopía privada, espacio no real que es a la vez ficción con posibilidad de efectos de verdad. Porque no premedito estos recuerdos insignificantes: son independientes, en rigor no me pertenecen ni domino. Se imponen, que aparecen “de la nada”, toman de golpe cualidad de conciencia, toman cuerpo, toman realidad.
La amistad es como una nouvelle.
Dedicado a Mariano, Fernando y Daniel.
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