LA MATERIALIDAD DEL DISCURSO Y LOS AFECTOS

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I

Me llama la atención la distinta vara con que se evalúan los discursos en el campo ideológico progresista: por un lado, se advierte que la perfo mortuoria no es sólo producto de discursos de odio, sino que puede conducir al acto en cualquier momento; por otro lado, se pone entre paréntesis el discurso de apertura de Alberto en función de los hechos, las acciones que se tomen, etc. Como si no se pudiera evaluar la eficacia o materialidad discursiva en tanto acto concreto, en sus propios términos. 

Tampoco se trata de convertirnos en analistas discursivos; el problema no es sólo de saber o expertise, sino de confianza en el significante del Otro, en la materialidad de la palabra y en la propia capacidad de escucha, acompañamiento y paso al acto, llegado el caso. Por supuesto que a cada acción, discursiva o no (aunque el discurso es un acto), hay que evaluarla también en función de sus consecuencias; pero, en principio, hay que considerar su propia consistencia: el lugar de enunciación, el tono y la intensidad, la sistematicidad y argumentación, el riesgo y el coraje asumidos, etc. 

La distinta vara no es casual, desde ya, sabemos y tenemos memoria del horror que puede inducir el poder real; pero una de las principales herramientas con que contamos para dar batalla es el valor de la palabra (en medio de tanta hiperinflación y desvalorización mediática): la materialidad discursiva que se escucha con el cuerpo y la confianza puesta en los afectos que aumentan nuestra potencia de obrar. Tendríamos que ejercitarnos en esa escucha resonante que atiende al cuerpo, a los significantes (incluidos los lapsus y figuras tropológicas), y sobre todo a los afectos cuya razón es exponencial, multiplicadora. Prepararnos para dar batalla adonde nos toque depende en buena parte de ello.

II

Si reproducimos las imágenes y palabras de horror del otro es porque no confiamos en las propias fuerzas: potencias del pensamiento y la imaginación, poderes de la palabra y lo simbólico; si destrozamos a nuestros más encumbrados referentes por mínimos errores es porque no somos capaces de errar en nombre propio y perder las referencias idealizadas: asumir la errancia singular donde nos toque, convocando a otros como sea. Porque, en definitiva, la vida es aquello que es capaz de error y la política el modo de asumirlo con coraje. La desestimación y la sobrestimación son dos caras de la misma moneda: predominio de lo imaginario por sobre lo simbólico, horror a lo real (típica operación del alma bella). 

Vivimos en un mundo plano, siempre en dos dimensiones, entre dicotomías insalvables, porque ignoramos la terceridad, la corporeidad, el nudo entre real, simbólico, imaginario. Los medios se encargan de reforzar ese aplanamiento discursivo que elimina el espesor de las cosas (¡ni siquiera los pliegues se salvan!). Las dicotomías entre afectos y conceptos, teoría y práctica, individuos y colectivos, nos impiden pensar y tomar cuerpo. Las teorías y conceptos son parte de la vida, nos orientan y constituyen, no son meros ornatos lingüísticos que otorgan prestigio o valor de cambio al portador. No basta decir: hay relaciones, complejidad, tradiciones, divinos detalles, and so on, and so on; entre ellas hay nudos cruciales que nos afectan y se trata de saber hacerlos o desplegarlos, situación por situación, caso por caso, para que las pasiones no se desaten tan imbécilmente. Los reproductores de leyendas, mitos y épicas ilustradas, también son responsables de la destructividad ambiente, ligadas al simplismo de lo especular y dual; enseñar a pensar no es encumbrar figuras. Pensar en común es hacer del tercero, no un punto ideal, sino una posición alternada que va trenzando materialmente la cosa: cuerpos, palabras, afectos por igual. 

No voy a nombrar a ningún autor para no intimidar a nadie ni generar ningún efecto de prestigio discursivo; en lo que sigue me voy a atener a definir y desplegar la lógica afectiva que nos permite entender la situación en que nos encontramos.

III

¿Cómo responder a los discursos de odio? Depende del lugar, el momento, la relación, el dispositivo, etc. Pero sobre todo hay que tener en cuenta la dinámica y la orientación afectiva. Los afectos no pueden ser suprimidos por argumentaciones o teorizaciones, racionalizaciones o explicaciones, sino por otros afectos más fuertes y de signo contrario. 

El odio es una tristeza acompañada de la idea de una causa exterior: odiamos a quienes imaginamos causa de nuestra tristeza (esta última es el afecto básico que emerge cuando disminuye nuestra potencia de obrar). Por eso al odio sólo se puede responder efectivamente con amor. Esto no es una consigna pacifista, parte del entendimiento de cómo se engendran las pasiones. El amor es una alegría ligada a la idea de una causa exterior: amamos a quienes imaginamos causa de nuestra alegría (esta última es el afecto básico que emerge cuando aumenta nuestra potencia de obrar). 

Como podemos apreciar, hay una razón geométrica profunda por la cual el odio sólo puede ser mitigado con amor, pero hay que ver en cada caso cómo operar con la imaginación: las tácticas y estrategias, las técnicas y modos varían según el objeto, el sujeto, la relación, etc. A veces lo mejor puede ser el silencio, a veces el corte, otras el ejemplo, el acto, la invitación, la interpelación, la composición, etc. No es lo mismo una relación familiar, una relación maestro-alumno, gobernante-gobernados, militantes-vecinos, director-dirigido, autor-editor, lector-autor, dispositivo virtual o conferencia, etc. 

El ethos político que planteo, orientado afectivamente con conocimiento de causa, dispone cuatro cuestiones básicas para responder, caso por caso (como señalé en la nota anterior): 

(i) no dejarse extorsionar ante las opciones de vida y/o muerte, cada quien asume su decisión singularmente; 

(ii) poder discernir ante cada hecho o evento lo que depende de nosotros de lo que no, así evitamos la impotencia y la ilusión omnipotente; 

(iii) componer con lo que aumenta en efecto nuestra potencia de obrar y nos alegra, así no gastamos pólvora en chimangos; 

(iv) considerarnos a nosotros mismos y nuestra potencia de obrar y, en función de ese afecto de alegría, entender la causalidad inmanente y prescindir de la idea de una causa exterior.

Por último, esto implica que el odio a la democracia sólo puede ser contrarrestado con amor a la democracia, es decir, con el ejercicio efectivo de lo que implica vivir en democracia, a través de cada gesto, obra, pensamiento. Hay numerosas obras de amor e ingentes esfuerzos en pos de la vida, en democracia; por ejemplo, la vacunación masiva: me ha alegrado mucho ver este último fin de semana a los ancianos caminando o paseando por las calles; no me había dado cuenta cuán ausentes del espacio público habían estado todo este tiempo. ¿Cómo lograr que la comunicación gubernamental asuma también esa fuerza del amor, de la inteligencia colectiva, y exprese lo que se hace efectivamente? El discurso de apertura de Alberto ha sido, sin duda, una muy buena performance; pero esta pregunta queda abierta porque, evidentemente, los discursos de odio disponen no sólo de los medios hegemónicos, sino de las réplicas que los multiplican y la dificultad de escucharnos a nosotros mismos con confianza que, a veces, prevalece en el campo ideológico progresista.

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