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Cerca del mediodía llamaron desde el consulado de Francia preguntando si podía alojar temporariamente a Cristine. El cónsul había logrado sacarla y le habían comprado pasaje para San Pablo para el día siguiente.

A la tarde un auto la dejó en la puerta de casa, me abrazó, lloraba. El funcionario que la trajo dijo que había estado detenida en el Servicio de Informaciones de la Jefatura de Policía.

Preparé tostadas mientras se duchaba, cuando salió del baño exclamó: —Ah, ese aroma, ¡esto es volver a vivir!

Me contó que en una celda estaban hacinados unas quince personas, hombres y mujeres juntos. Ir al baño era todo un trámite, así que usaban unos baldes que cambiaban una vez al día. El olor era espantoso.

Se llevaban a los detenidos y volvían golpeados, algunos inconscientes. Ingresaban nuevos, otros no volvían. A ella no habían llegado a interrogarla por la rapidez con que el cónsul reclamó.

—Terrible. Terrible —repetía.

También hablamos de nosotros, de su vida en París. Me preguntaba sin parar sobre la situación política, la inseguridad, el peligro en que vivíamos.

—¿Cómo pueden vivir así? —decía a cada momento.

En un momento se levantó y revolviendo en su valija sacó varios papelitos que en letra muy pequeña tenían escrito nombres y números de teléfono.

—Me los dieron algunos de los que estaban en la celda, hay que avisar a sus familias. ¡Nadie sabe que están ahí!

Cenamos, nos sentíamos unidos y hasta fantaseé un poco. A eso de la una de la mañana sonó el teléfono: a Cristine la buscaba la policía para detenerla de nuevo, me lo dijo el mismo que la había traído y colgó.

Cuando se lo conté, se derrumbó.

—¿Qué me va a pasar? ¿Qué vamos a hacer? –preguntaba llorando. La abracé y nos quedamos un rato así.

Cuando se calmó le pedí que haga rápido su valija, no podíamos quedarnos más en mi casa. Le pedí que no hablara para que no la delatara el acento y salimos a la calle.

En un taxi fuimos hasta enfrente de la terminal de ómnibus. Entramos en el hotel de esa esquina y nos hospedamos como si fuéramos un matrimonio. Dejé dicho que nos llamaran temprano porque teníamos que ir al Hospital Centenario.

A la mañana salimos y en la vereda de la terminal nos despedimos. Cristine me abrazaba, se pegaba a mi cuerpo y lloraba con desesperación. En su medio idioma me gritaba al oído:

—¿Qué va a pasar con vos?

Nuestros cuerpos temblaban en el abrazo. La besé, es que esa mañana no éramos los mismos del día anterior.

Después me aparté lentamente, ella me miró a los ojos y con un gesto de dolor dijo: —Yo no te voy a olvidar.

Levantó con esfuerzo la valija y empezó a caminar. Le di media cuadra y empecé a seguirla, hacía frío y había soldados por todos lados. Cristine apuró el paso, la mirada al frente, como le dije, que pareciera que sabía bien adónde iba.

En la calle interior de la terminal había dos barricadas armadas con bolsas y en cada una tres soldados con una ametralladora de pie.

Cristine iba por la parte de adentro, pasando al lado de los quioscos y bares, yo por afuera, donde estaban los colectivos y los soldados.

En el costado del ómnibus se leía: Argentina-Brasil. Pasé al lado de la fila, nos miramos y seguí caminando, me fui para la salida, a esperar que pase.

Iba parada, su cabeza por encima de otra mujer que estaba en el asiento de la ventanilla. Cuando me vio levantó una mano, ¿lloraba?  

Corrí unos metros, paré, volví a correr. El colectivo se fue.

Caminé un rato, lleno de rabia y de ausencia.

Después busqué un teléfono público y llamé hasta que se me terminaron los papelitos.

Rosario, Argentina; Junio de 1976.

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5 Respuestas

  1. Bruno Chacarelli
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    Muy bueno me gusto mucho!!

  2. Nico
    | Responder

    Muy bueno!!

  3. Diego Mascialino
    | Responder

    excelente relato1 gracias por compartir la historia

  4. Marcelo Gamboa
    | Responder

    relato que coloca en momento p no olvidar aguante la puta madre

  5. Alejandro J. Cura
    | Responder

    Es bueniiiisimo! Aguardamos los siguientes…

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