Cierro los ojos y escucho sus pasos cortos en la escalera. Aparecen en mi mente dos piernas combas llenas de rasguños, unos tobillos blanquísimos y gruesos surcados por várices púrpuras. De los zapatos negros de taco cuadrado rebalsan sus pies como si fueran de gelatina. En las manos trae una torre de ropa planchada, ladea la cabeza a un lado y la mira a mi mamá con una mueca diabólica que disfraza de sonrisa.
–Señora, acá está su ropita, le puse mucho suavizante como a usted le gusta.
Todo en ella era un teatro. La dulzura de su voz se transformaba en algo seco, violento y pastoso que escupía en nuestra cara cuando quedábamos a su cuidado.
Recuerdo una noche puntual. Estábamos mirando la tele, nadie podría decir que nos estábamos portando mal. Mirar la tele nos hipnotizaba y eran nuestras horas de calma boba. Mi mamá se arreglaba para una de esas fiestas empresariales que tenían a menudo por formar parte del exclusivo mundo publicitario de los 90. La vieja la adulaba sin respiro.
La acompañó hasta la puerta sosteniendo su abrigo en un gesto de sobrada complacencia. Yo estaba atenta a la escena, y mi corazón ya había empezado a latir con fuerza. Había aprendido cual perro de Pávlov que el encanto de la vieja cuando mi mamá estaba presente era directamente proporcional a su maldad en cuanto nos quedábamos solas con ella. Sentí el ruido de las llaves girar y sus inconfundibles pasos cortos acercándose, golpeando el piso como cuchillos afilados. Cuando llegó a la sala de estar, nos miró con desprecio desde el marco de la puerta. Sus ojos tenían una expresión de cartón corrugado, los clavó en mis ojos desorbitados. Sus labios finos y severos mascullaron palabras que no llegué a traducir, sospecho nos maldecía. La corrió a mi hermana menor de un empujón del sillón-hamaca de cuerina negro, y acomodó su culo fofo en él. Lo próximo que recuerdo son solo retazos de su cara maligna.
Hace muchos años encontré en el último cajón del baño de mi mamá fragmentos de su diario sobre el tiempo de terror compartido con esta gente en nuestra casa. Mi mamá escribía como podía. Desesperada, escondida, sola, fragmentada. En esas tres hojitas estaba la confesión tardía que le había hecho mi hermano en medio de un ataque de angustia. La vieja le había dicho que a nosotras tres nos iban a llevar lejos y que nunca más nos iba a ver. Él se quedaba acá, porque era un inútil como mi mamá y no les servía para nada.
Mamá los odiaba, pero no podía lograr que se fueran porque por alguna extraña y secreta razón estaban bajo el ala protectora de mi papá, inmunes a todo. Los dos meses transitorios que íbamos a compartir se convirtieron en dos tortuosos años. Ni aun cuando el monstruo de su marido me pegó, bastó para que se fueran. Esa tarde quise hacer una jugarreta de niña de siete años y lo asusté justo cuando estaba arreglando el filtro de la pileta. No recuerdo si hacía frío, tampoco si cayó al agua o solo en la red que la cubría. Pero sí recuerdo la sorpresa de la cachetada, y cómo la huella de sus dedos me quedó ardiendo en la cara por mucho tiempo. Me ardía la vergüenza y me ardía la rabia. No pude articular palabra, me quedé mirándolo estupefacta. Cuando pude contarlo, mamá corrió hecha una fiera a increparlo.
–Vamos a ver que dice el señor cuando llegue –balbuceó impávido el viejo.
El “señor” era mi papá. ¿Y qué dijo el señor?
–Es tu palabra contra la de él.
Y así se quedaron un año más, como si nada hubiera pasado.
El día que finalmente se mudaron, en la puerta de casa la vieja la miró a mi mamá y le
soltó:
–Yo ya estoy vieja, pero vos todavía estas a tiempo. Andate. Mi marido es un hijo de puta. Pero el tuyo –dijo sonriendo con la cara ladeada– el tuyo es diez veces peor.
Me llamo Montserrat, aprendí a querer mi nombre con los años. Nací en Buenos Aires en 1986. Estudié medicina porque soy más perseverante que un monje zen. Actualmente estoy un poco alejada de esa faceta, aunque de a poco voy entrando en el mundo de las plantas medicinales, el cannabis y los hongos. Escribo diarios desde chica, pero retomé la escritura cuando terminé la residencia de medicina general y pude tener algo que por años me fue ajeno: tiempo. Escribí mi primer cuento hace dos años, en el marco de una competencia familiar de cuentos eróticos propuesta por mi hermana menor. Algo del género fantástico tomó posesión de mi después de ese primer contacto literario. Hace un año arranqué un taller hermoso de escritura que me impulsa a escribir y funciona como un portal. Escribo sueños y realidades, y muchas veces me olvido de cual es cual. Escribo en interfaces. Escribo para dar vida a los sueños y también escribo para sobrevivir.
Una respuesta
Mario
La facilidad con la cual Montse te lleva a vivir sitios, situaciones y sentimientos es asombrosa. La leo cada tanto, cuando alguna gotita de su pluma rebalsa, dulce, breve y descriptiva. Ojalá esa gotita forme un arroyo, un río, un mar, donde poder nutrir nuestra propia imaginación.