
En noviembre del 73 cumplí nueve años. En esos días apareció por nuestro pueblo uno de esos ignotos parques de diversiones que se mueven de un sitio a otro en la pampa, tras la conquista de un entusiasmo renovado. Se instaló en una esquina baldía, en el borde del casco urbano, a cinco cuadras de la plaza. Pronto los sufridos carromatos ya se habían camuflado como pequeños quioscos de color verde, blanco o café, que salpicaban el contorno del terreno. Cada tarde, mi madre nos daba algunas monedas a mi hermana y a mí para subir a la rueda gigante, que se ponía en movimiento sólo por nosotras, ya que casi nunca había otros visitantes. El operador la detenía unos minutos cuando estábamos en la cima, para que admirásemos los techos blanqueados de las casitas, el monte de eucaliptus y más allá, el verde de la llanura. Una vez nos dejó arriba más de una hora, quizás por un descuido o por asustarnos, pero nos quedamos charlando y balanceándonos tranquilas en el banco de madera despintada, hasta que por fin se le ocurrió bajarnos.
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Entonces decidimos que ya teníamos suficiente con la rueda, y que podíamos usar mejor el dinero probando suerte en los juegos. Ese día descubrimos que una de las casillas ofrecía un enorme oso negro de peluche como premio si se completaba la prueba de rigor. En este caso, se debían soltar desde cierta altura (¿quince centímetros?) tres círculos de metal sobre otro más grande, pintado de rojo sobre el mostrador, hasta cubrirlo por completo. El propietario del quiosco demostraba con manos veloces que la proeza era técnicamente posible. Nos pareció todo muy sencillo, y de hecho lo fue: pagamos, jugamos y perdimos. Repetimos el intento sin éxito. Siempre seguía sobresaliendo un reborde rojo por los costados o el centro del manto de metal. El oso, recostado contra el fondo de la vieja casilla de madera, se nos hacía cada vez más grande y lejano. Es que no había jugueterías en el pueblo, y ese era el muñeco más suave, severo y poderoso que hubiésemos visto jamás. El deseo por el peluche nos consumía las vacaciones. Rumiamos varias estrategias para conseguirlo, pero lo único que se nos ocurrió fue volver cada tarde a la feria y repetir nuestros intentos fallidos. Por azuzarnos, el señor del carromato fanfarroneaba con la velocidad de su método impecable. Observarlo se volvió mi obsesión. No tardé en descubrir que distribuía las placas asegurando que los extremos del diámetro coincidieran con el perímetro del círculo rojo. Decidida, busqué en la imprenta de mi padre unos cartones de colores, que recorté imitando los círculos. Comencé a practicar. Todas las tardes de ese verano las pasé vaciando mi mente, debilitando el vaivén de mis manos y dejando que el propio peso guiase a los moldes de ensayo hasta el objetivo.
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Al cabo de un par de meses, me juzgué preparada. Volvimos al parque, fuimos directo al quiosco y pagué mi turno. No fallé. Mientras mi hermana menor nos miraba expectante, dejé caer las tres placas como una sentencia y le sonreí serena al propietario. Todavía desconocía que la mayor parte de los tratos humanos se construyen sobre una confianza demasiado frágil: él, sin mirarme, barrió con su brazo el mostrador gastado y se apuró a exclamar ¡Perdió! Quise recuperar mi derecho al juego, pero fue categórico: A la señorita no se le permite continuar. Comprendí que mi empeño nos había nivelado, pero que él necesitaba al oso más que yo.
Silvina Pessino Nacida circunstancialmente en Venado Tuerto, Argentina, vivió hasta los dieciocho años en el pueblo cercano de Santa Isabel, de donde proviene su familia. Desde 1983 reside en Rosario. Es bioquímica graduada en la FCByF UNR, profesora titular de Química Orgánica en la FCA UNR e investigadora principal del IICAR-CONICET-UNR, donde dirige el grupo de desarrollo reproductivo de plantas. Publicó más de 60 trabajos científicos internacionales derivados de su investigación. Es autora de cuatro libros de literatura infantil (la trilogía Guardianes de Rosario y La Noche de las Arañas) y una biografía del gran matemático italiano Beppo Levi.
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