AQUILES, EL INMORTAL
La psiquis, mente, alma, o como quiera denominarla el paradigma de turno, no ha dejado de sorprender al hombre desde el origen de los tiempos. Bueno, al menos desde el comienzo de nuestros tiempos, los del hombre pensante. La naturaleza humana logra formular más preguntas de las que responde, de eso no cabe ninguna duda. ¿Qué sociedad, qué cultura no se ha hecho las dos preguntas fundamentales a las que regresamos sin importar la época ni el lugar? De dónde venimos, y a dónde vamos. Seguramente a usted, lector curioso, no le hicieron falta más que unos segundos para arribar a ellas, probablemente mucho antes de leerlas aquí.
Sucede que estos interrogantes han tenido tantas respuestas como granos de arena tiene el Sahara; pero sin detenernos a analizar cada una de ellas, —tarea hercúlea si las hay— sí podemos hablar de algo más primario y más concreto, al nombrar una palabrita escurridiza, incómoda, respetada, temida. Una palabra que inevitablemente se hará presente en cualquier debate que involucre estas preguntas, aún pudiendo abrir y cerrar espacios entre la primera y la segunda. En el principio o en el final, como causa o consecuencia, como circunstancia o como destino… nos referimos a la muerte. Sus representaciones y significados también han sido de lo más variable, a veces como una solemne puerta al más allá, otras como una figura envuelta en una túnica oscura, chillando y agitando los esqueléticos brazos. La teoría de la reencarnación simboliza la muerte como un nuevo nacimiento; la religión cristiana, como la posibilidad de volver a un lugar eterno y perfecto; la cultura vikinga, como una victoria en el alegre frenesí del campo de batalla; y para hablar de la cultura pop actual, por qué no, Albus Dumbledore la piensa como «la siguiente gran aventura».
El mundo de los vivos ha temido al mundo de los muertos durante siglos, más allá de tiempos y lugares, por una razón más bien sencilla: lo desconocido. No sabemos qué hay después de la muerte. ¿Hipótesis? infinitas. ¿Garantías? ninguna. Pareciera que, para hacerle frente a lo ignorado, para combatir esa incomodidad, para detener la angustia que aflora, no queda otro remedio que ser inmortal. Por supuesto, ¡derrotar a la muerte! Una solución tan directa como pragmática. De esta manera ya no haría falta tener en cuenta otro mundo, imaginar otra realidad, y sobre todo… no harían falta más acuciantes preguntas.
Si hay algo en la historia que ha gozado de una merecida popularidad, es la incesante crónica de los intentos y fracasos del hombre en su ferviente búsqueda de la vida eterna. Épicas (des)venturas, —pues su final suele ser trágico— que generalmente implican una serie de objetos míticos que otorgarían la supuesta inmortalidad: el elixir de la vida, la piedra filosofal, las manzanas doradas nórdicas, el santo grial, la ambrosía… en su dimensión finita, limitada, temporal, la vida no puede considerarse más que una carrera hacia la muerte. Por eso la desilusión, la desesperanza que sufre todo aquel que creyó poder ir más allá y que finalmente, algún día bajó los brazos. Cada fracaso es doble: vivir implica inevitablemente morir. Un instante en que la eternidad se nos escurre entre las manos es, además, un paso más hacia el abismo de lo desconocido. Y ocurre que, para peor, solemos tener la firme convicción de que lo ya conocido no es tan amenazante como lo que podemos llegar a conocer. Porque ésta es otra peculiar característica humana: cualquier monstruo es mejor que ninguno. Nos hacemos exámenes de ADN para estimar la fecha de nuestro deceso, tiramos las cartas de tarot para anticipar la causa de nuestro fin. Imaginamos más y aceptamos menos. Preferimos arder en el infierno antes que no arder en ningún lado. Lo ignorado pasa a un segundo plano, carece de importancia ante aquella garantía del final que nos espera, ya que en última instancia, si vamos a morir, necesitamos que la muerte no sorprenda: queremos verla venir, pegar primero, gritar bien fuerte antes de caer, y arrastrarla con nosotros hacia donde sea que creamos estar yendo.
Ahora bien, ¿qué propósito tiene, qué utopía imagina, qué puede llegar a temer alguien que vivirá para siempre, que no se asomará jamás del otro lado del velo? Por suerte, la mitología acude en nuestra ayuda. Aquiles, el héroe griego, es inmortal. Siendo niño, es sumergido en las mágicas aguas del río Estigia por su madre, Thetis, volviéndolo invulnerable. Como toda tragedia, la leyenda termina con su muerte, cuya causa es la flecha del príncipe troyano Paris impactando en su talón. El talón de Aquiles, actual expresión cotidiana del «punto débil» del hombre, fue por donde su madre lo sostuvo al bañarlo en el río, y por lo tanto su único lazo con la mortalidad.
Resulta que la muerte aquí también se sale con la suya, pero no antes de que el héroe nos deje un testimonio: la razón por la que decide unirse al ejército que conquistará Troya. A pesar de la profecía que le hace su propia madre acerca de su destino, -morir joven y abrazar la gloria, o vivir una vida larga y mundana en la mediocridad- Aquiles decide que su vida es un precio que está dispuesto a pagar a cambio de vestir los laureles, de volverse recuerdo, de convertirse en leyenda. Pero entonces, ¿por qué insistimos en su inmortalidad? La profecía es su monstruo, el monstruo preferible a la nada, la garantía hecha carne. Una garantía que nunca buscó, sino que le fue impuesta. Pero en lugar de retroceder ante la muerte, Aquiles avanza. En vez de imaginar cómo y cuándo morirá, persigue el deseo que enciende su vida. Aquiles está a salvo del virus de la imaginación, porque no sabe cómo hará para caer en las garras de la muerte: de hecho, hasta donde llegan sus cálculos, él es invulnerable. Su paradoja es poder morir siendo inmortal. La única duda que puede quebrar su afán de gloria es el destino predicho, un destino en apariencia imposible. Pero el héroe ni siquiera descree del destino: de lo que descree es de una vida insulsa, de una existencia miserable, de una eternidad insoportable.
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¿Qué sería de nosotros en un mundo donde el tiempo no nos apremiara? ¿Un mundo donde el fantasma de la muerte no sobrevolara? ¿Seríamos almas viniendo de aquí para allá, alegres y sin preocupaciones? Más bien, creemos que seríamos seres estancados, viviendo en un constante mañana. Es decir, en un imposible, porque no hay mañana sin un hoy; y no es sólo una frase cliché. Veamos…
El terror a la muerte y el saber que hay un tiempo limitado de existencia es lo que nos moviliza a actuar; un reino de inmortales es el reino de la postergación. Si lo puedo hacer mañana, ¿para qué molestarme hoy? El problema se presentaría cuando el yo de mañana diga lo mismo que el yo de hoy, en una infinita sucesión de “yoes” procastinadores.
En la filosofía shramánica, encontramos un concepto que nos puede ser de utilidad: Nirvana. El Nirvana —al menos para el budismo— es un estado máximo que se puede lograr a través de meditación, en donde el espíritu, rompiendo con el ciclo de reencarnaciones, alcanzaría un estado de quietud permanente, libre de sufrimiento y deseo.
En lo que respecta a la etimología tenemos que la palabra sánscrita “nîrvana” deriva de la palabra pali nîbbana (antigua lengua del subcontinente indio) y significa en sánscrito “apagarse” o “consumirse”. Es decir, no quedaría nada, sería la búsqueda de un estado de in-existencia. En una línea similar, en 1920, Freud, en Más allá del principio del placer, “reinventa” su teoría pulsional, postulando las pulsiones de vida y muerte. Estas últimas tendrán el fin de reducir completamente las tensiones, o sea, volver al individuo vivo al estado inorgánico de quietud y reposo.
Dice Freud “[…] esas fuerzas (las pulsiones orgánicas conservadoras) no pueden sino despertar la engañosa impresión de que aspiran al cambio y al progreso, cuando en verdad se empeñaban meramente por alcanzar una vieja meta a través de viejos y nuevos caminos. La meta de toda vida es la muerte; y, retrospectivamente: lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo.”
Finalmente, Oriente y Occidente parecen coincidir en algo.
Así, nos surge la pregunta ¿Alguien ansía la vida eterna? ¿O todos estamos buscando, de una u otra forma, ese último suspiro? ¿Es posible una vida sin corte, sin un nunca acabar? Al menos a nosotros nos resulta inquietante y por qué no decir, perturbador. Imaginensé una vida eterna soportando errores, dolores y culpas, mochila que se irá cargando incesamente, hasta que su peso nos vaya hundiendo y empantanando en el atolladero de la melancolía… “muerto en vida” dicen, excelente oxímoron para la ocasión. No tener expectativa de conclusión, no parece una idea muy seductora.
Aquiles elige la muerte cuando elige la gloria, y ésta es la verdadera, la única inmortalidad soportable. Aquiles no trasciende en cuerpo y alma como era su destino, pero si lo hace en el recuerdo. Quizás sea ese el propósito del inmortal: vivir para siempre en el recuerdo. No entregarse jamás al olvido. Tal vez nuestra teoría del fracaso perpetuo de vivir como mortales esté errada: tal vez todos seamos inmortales por el simple hecho de estar vivos. Quizás esa sea la paradoja, que al momento de elegir vivir, estamos eligiendo la muerte también; quizás sean dos caras de una banda de Moebius, dónde interior y exterior no se excluyen, vida y muerte tampoco; por lo que nunca estaremos seguros de estar dando un paso hacia la muerte o afirmándonos en el acto de vivir.
Sin embargo, algo nos está posibilitado: seremos nosotros los jueces de nuestras hazañas, y no los dioses. Seremos nosotros los que arremetan, y los que queden presos del miedo. Seremos nosotros los que demos batalla, y los que desistamos en el intento.
Seremos nosotros los inmortales.
Iñaki González Vermeulen – Pablo Rocha.
Psicoanalistas amantes de la mitología.
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