Una de mis stickers de Whatsapp se quitó la vida y su última voluntad humana terminó logrando, lamentablemente, que la viera tarde por primera vez de ese modo: humana.
Unas semanas atrás fue noticia mundial que la adolescente Kailia Posey se suicidó a sus 16 años de edad. Así lo comunicó su familia. Curioso el alcance de la primicia. Aquí en Argentina no era famosa ni reconocida como en su país de origen; era o es, nada más ni nada menos que un meme, un sticker. Una popular mueca picaresca, y un nombre propio como significante débil en proporción con el de su imagen. Pero también una biografía muda, congelada en una expresión realizada en la infancia, en un rostro de colección. En síntesis, un binomio ambivalente entre la fama y el anonimato.
Para que su muerte haya sido noticia en nuestro país, fue imprescindible acompañar su nombre con su imagen masiva, la que la transformó en figurita de redes. Hubo que restituirle todos los elementos identitarios de los que había sido despojada en el consumo masivo de su retrato; hubo que llenar de procedencia, de historia, de relato lo que el uso cotidiano de memes, stickers y gifs fueron involuntariamente acallando.
Tenemos entonces el suicidio de una adolescente. Ésta última es el molde donde se vierte la tragedia. El suicidio de cualquier adolescente debería interpelar a la sociedad en su conjunto, instalar signos de interrogación, exclamación y diálogo. Pues en estas ocasiones, y a la luz de evidencias estadísticas que señalan un protagonismo de este rango etario en los picos más altos de las tasas de suicidio, interpelan a la sociedad en tanto se da una falla generalizada desde todos los ámbitos, desde los lazos familiares y comunitarios, hasta las instituciones estatales.
Ahora bien ¿no es acaso la muerte de esta adolescente una interpelación directa a miles y miles de personas que utilizamos las redes sociales? Quiero decir, a muchxs nos impactó su muerte porque directa o indirectamente la consumíamos como objeto, circulaba en nuestros intercambios cotidianos y, de pronto, su suicidio nos entrega —en el mejor de los casos— un paquete de responsabilidades o inquietudes e incomodidades. ¿Se puede seguir usando su imagen? ¿Cómo se hace el duelo de un meme? ¿Ahora su rostro tiene otro significado? ¿Qué sucede con los stickers protagonizados por niñes?
Es como usuario que me interesa reflexionar por qué su muerte me conmociona. ¿Por qué sentí algo parecido a una pérdida? Creo que fue por algo que ya venía pensando hace rato: la incomodidad de una práctica naturalizada en las redes, la utilización de la imagen de niñxs y adolescentes como stickers.
En mi bolsillo tengo un vasto repertorio de gifs o stickers de niñes que bailan con algarabía, que se golpean entre sí, que se tiran del pelo, que hacen fuck you, que se agreden, o simplemente tienen alguna expresión enternecedora y simpática. Es un álbum de figuritas diverso de gestos, muecas, ideas y conceptos. Clasifico cuáles son representadas por niñes y cuáles por personas adultas y me encuentro con una sorpresa: en el segundo caso suele tratarse de personas conocidas a gran escala, son gente famosa, del ámbito político, del deporte. Les niñes, en cambio, son rostros desconocidos ¿Por qué no causan gracia las personas adultas anónimas? ¿Por qué quiénes se golpean entre sí tienen que ser dos niñitas o Samid y Mauro Viale? ¿Por qué la cara de asco es un bebé probando un gajo de limón o la cara de Mirtha Legrand? ¿De qué se trata esta polarización?
Mis stickers bailanteros suelen ser del Diego, las expresiones más graciosas las acapara Cristina. Personas que ya eran icónicas antes de ser un sticker de Whatsapp. Ya habían alcanzado ese rango, ya existía una apropiación social y colectiva de su imagen para construir universos de sentidos. No casualmente la mayor proliferación de stickers de Whatsapp se concentra en aquellas personas que son un símbolo. Referencias de grandes comunidades.
¿Por qué entonces les niñes no cumplen con esta regularidad? Veamos, en primer lugar, la infancia no suele ser considerada sujeto de derecho a la intimidad. Asimismo, pareciera que las personas adultas podemos opinar y tocar los cuerpos en circunstancias diversas. “Qué lindos cachetes”. “Qué ojazos los de este bombón”. Asistimos a una época en la que torcimos el significado del piropo pero creo que esa connotación peyorativa aún no alcanzó a teñirse con perspectiva de infancia.
Estos asuntos fertilizan el terreno para el uso/consumo indiscriminado de la imagen de niñes. Ahora bien, el uso de elles como figuritas en el contexto de una comunicación entre adultxs se trata, creo, de un instrumento comunicativo que tiene mayor legitimidad para enunciar algo controvertido o pudoroso. Es decir, si leo en Whatsapp algo que me ofende y te devuelvo a un niño haciendo fuck you, como el niño tiene una mayor autorización social para poder hacerlo, utilizo el sticker para sortear el pudor. Claro, esto conlleva una adultización brutal de lxs niñxs y en forma simultánea una infantilización de las personas adultas. Los stickers de Whatsapp pasan a ser una suerte de objeto o juguete que divierte, comunica, ilustra, pero en el caso de la imagen de niñes, vulnera unos cuantos derechos.
Esto no es un llamado a vaciar la cartera de stickers y reemplazarlos por imágenes naif y aburridas. Se trata de instalar algunos interrogantes para generar prácticas de uso un poco más reflexivas y críticas que velen por el respeto a la intimidad de lxs niñxs y adolescentes. En mi caso, me ayudó a comprender parcialmente el enigma que me trajo hasta aquí: por qué me conmovió tanto el “suicidio de la chica del meme”. Bueno, creo que fue por eso, porque los memes no toman decisiones. Se suicidó una adolescente y el bosque me había tapado el árbol.
Nicolás Levit. Maestro del Programa Socioeducativo “Reorganización de las Trayectorias escolares para niñxs con sobreedad en el nivel primario”. CABA
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