
La noche es larga. Profunda. Oscura. Desde el asiento de atrás de la camioneta veo el haz de luz de los faros que iluminan el asfalto del camino. Justo en el medio, entre ambas luces, la línea de puntos que divide en dos la ruta. También veo desde ahí las nucas de Antonio —que está al volante— y de Juan Manuel, que golpea nervioso las manos contra los muslos mientras el auto avanza. La noche es, también, silenciosa.
Román tiene apoyada la cabeza sobre mi brazo, con todo su peso, casi muerto. Casi. Esa diferencia es enorme. Ese casi lo pone, me pone, nos pone de este lado de la vida. Casi. Quisiera sacar el brazo de abajo de su cabeza pero no me atrevo. ¿Y si lo lastimo? ¿Y si dejar caer la cabeza lo empeora? No solo siento el brazo cansado, también lo siento dormido. Más bien, casi no lo siento. Ahora Román se inquieta, mueve la cabeza, murmura algo que no logro descifrar. Tiene la frente perlada de sudor. Puedo verlo en la penumbra del interior del auto. Busco un pañuelo a tientas, sobre el asiento. Le seco la frente con cierta torpeza. Cierta. Una. Alguna. Mayor que la habitual, al menos. Con cierta desesperación contenida, incluso. Después, lentamente, le acaricio la cara. Necesito sentir su piel contra la mía. Necesito sentir que esa piel, que ese cuerpo, están tibios, todavía.
La piel de su mejilla me raspa un poco. Hace un par de días desde la última vez que se afeitó. Que me pidió que lo afeitara, en realidad. Llevé todo a la cama sobre la bandeja con patas, esa que tantas veces usamos para comer mirando películas cuando todavía estábamos sanos y la cama era para hacer arrumacos, fiaca, lecturas, palabras, extender los tiempos de felicidad. Ahora esa bandeja se usa para que él coma. Ya no hay fiaca ni películas. Hay arrumacos, sí, pero en otro sentido. Palabras, menos. Lecturas, pocas. Tiempos de felicidad, nada. Llevé, entonces, la bandeja con patas. Puse arriba un tazón con agua tibia, la brocha, la espuma, una toalla, la gillette. Llevé también un espejo porque aunque yo tendría que afeitarlo, quise que tuviera todo lo que él usa siempre para hacerlo. Hice bromas sobre eso, traté de reírme como pude. Aprendí que puedo reír por fuera aunque esté rota por dentro. Y lo afeité. Con torpeza. Con esa cuidadosa torpeza que se tiene cuando se quiere hacer cosas que una nunca hizo. Él no decía nada. Se dejaba hacer. Trataba de sonreír, aunque yo sabía, yo sé que Román es tan puntilloso, que seguramente no le iba a gustar cómo lo afeitaba, pero que, así y todo, dadas las cosas, no diría una sola palabra de desaprobación, una sola queja, y que al terminar, iba a sonreír, falsamente satisfecho. Como si yo no supiera. Y yo sé. Lo conozco. Y lo sé, también, porque ésa no era la primera vez. No sabía que sería la última. Ahora, en cambio, en este auto, en medio de la noche, de la ruta, de la penumbra, de la vida y de la muerte, lo sé. Fue la última vez. La última vez de una de tantas últimas veces.
Escucho un sonido, como un murmullo. Lo miro. Es Román que vuelve a balbucear algo. Me acerco. El aliento caliente me pega contra la piel de la oreja. No entiendo lo que dice. Entiendo que sufre. No quiero que sufra. No quiero. Quiero que diga. Quiero que grite. Quiero que camine. Que se queje. Que se rebele. Que diga que no. Que luche. Que putee. Que pelee. Que se resista. Que resista.
Juan Manuel se da vuelta desde el asiento del copiloto. Sé que me está mirando aunque no dice nada. Ni siquiera se atreve a tocarme. Sólo me mira insistentemente. Siento su mirada clavada en mi nuca porque yo no aparto los ojos ni la cara del cuerpo de Román. Pero sé que Juan Manuel me mira en silencio. Así acompaña él, así lo hizo todas estas semanas. Desde que Román se enfermó, Antonio y él pasan muchas horas en casa. Hasta hoy, hace un rato nomás, cuando Juan Manuel salió de la pieza, me miró con una mirada oscura y sin decir nada empezó a ponerse la campera. Agarró las llaves de su casa que estaban sobre el hogar, se pasó un pequeño peine por el pelo crespo —para darme tiempo a reaccionar, creo— y sin dejar de mirarme, dijo en voz alta, Antonio, hay que sacar la camioneta. Y Antonio, que estaba en la cocina —viene a preparar la cena todas las noches desde que Román dejó de levantarse—, agarró las llaves que Juan Manuel le tendía y dijo que sí, que claro, que iba hasta al lado a buscar el auto, que preparáramos todo. Entonces yo volví a entrar a la pieza y puse algunas cosas en un bolso. No sabía lo que ponía. No sé, de hecho, lo que puse. Creo que algo de ropa, y su perfume preferido, y pañuelos y mi neceser lleno de todas las cosas innecesarias que siempre tiene y que tal vez, esta vez, fueran útiles. Román tenía los ojos cerrados y un gesto de dolor en la boca. Me acerqué a tocarlo. Estaba caliente. Transpiraba. Juan Manuel tenía razón. Había llegado el momento. Me recliné hacia el cuerpo ardiente y palpitante de Román. El sudor era frío y olía a remedios. Como su aliento. Le sequé la cara. Lo besé en la mejilla. Le susurré que saldríamos, que no se preocupara, que nuestros vecinos y yo nos ocuparíamos de todo. Creo que entendió porque asintió apenas y me apretó fuerte la mano. Me sorprendió esa fuerza. Apretó los ojos, también. No era sudor lo que le mojaba la cara.
Antonio maneja con la vista fija en el parabrisas, en esa carpeta de cemento que se extiende infinita frente a nosotros. Sé que los cuatro pensamos lo mismo aunque nadie hable. El camino es eterno. No se ve el horizonte. De a ratos pienso que vamos a viajar infinitamente, que no deberíamos haber salido de casa, que no debería haber dejado que Juan Manuel cargara a Román en la camioneta, que no tendríamos que estar viajando hacia un lugar del cual nadie está seguro que sea más confortable. ¿Por qué irnos de casa? ¿Por qué alejarlo de nuestra cama? Sé, también, que Antonio me mira por el espejo retrovisor. Adivina lo que me pasa, pero no dice nada. Y eso me hace sentir peor. Desagradecida. Eso soy. Terca, omnipotente y desagradecida.
Ahora también siento dormida la mano. Trato de abrirla y cerrarla pero no se pasa el cosquilleo. Con más cuidado del que puedo y menos del que quiero, tironeo bajo la cabeza de Román y logro sacar el brazo. Armo un bollo con algunos abrigos y torpemente lo pongo bajo su cabeza, a modo de almohada. Un quejido casi inaudible, agudo, lastimoso sale de sus labios entreabiertos. Una mueca de dolor le contrae la cara. Yo miro adelante. Desesperada. Me encuentro con los ojos de Antonio que me mira desde el espejo retrovisor. A él también le duele. Me doy cuenta aunque no diga nada. Siento una presión sobre la rodilla. Es la mano de Juan Manuel. Cierra los dedos sobre mis rodillas, apretándolas hasta que me hace doler. El dolor agudo del cuerpo me distrae un momento del otro dolor. Ese dolor sordo que me enloquece. Juan Manuel lo sabe. Clava en mi rodilla sus dedos largos, huesudos, fuertes. Clava en mis ojos sus ojos. Profundos, vidriosos, oscuros. Un nuevo quejido de Román corta abruptamente ese hilo que se había tendido desde los ojos de Juan Manuel hasta los míos. Vuelvo a mirar a Román, vuelvo a inclinarme sobre él. Vuelvo a secarle el sudor. Le murmuro que ya pasa, que ya vamos a llegar, que sea paciente, que un poquito más, que ya va a pasar, que tranquilo. Le murmuro todo eso. Le miento todo eso. Le pido más de que lo puede dar. Me pido más de lo que puedo dar. Lo quiero de este lado de la ruta. Lo quiero de mi lado. Aunque sufra. De mi lado, por favor, de mi lado.
El auto, de pronto, va más rápido. Antonio, silencioso, pisa el acelerador. Me vuelvo un momento a mirarlo. Veo su mano derecha, crispada, aferrarse al volante. Veo la ruta a través del vidrio del parabrisas. Los faros del auto dibujan un haz de luz sobre el cemento oscuro, pintado con rayas blancas. No se ve nada más que eso. La larguísima ruta negra. Y mi mano sobre el pecho agitado de Román. Que palpita. Todavía palpita. Todavía.
No se ve el horizonte obtuvo el 2º premio 9º edición de Concurso Literario de Cuentos Cortos de la Asociación Civil y Cultural APAIB – 2019

Cecilia Reviglio escribe desde antes de aprender las letras. Copiando a su hermana mayor, llenaba cuadernos de nubecitas que acomodaba unas al lado de otras para leerlas en voz alta.Da clases vinculadas con el área de los lenguajes en la facultad y en un profesorado. El aula de clase es uno de los lugares donde es más feliz. Por eso, además de dictarlas, siempre está tomando clases de algo.En 2011 se animó a ensayar la escritura de ficción. En 2012, empezó a ir al taller que coordinaba Alma Maritano y desde 2016 al de Pablo Colacrai. Ahí aprendió el valor de los espacios colectivos para una actividad solitaria y conoció a los compañeros con quienes compartió la aventura editorial cooperativa de Río Ancho ediciones entre 2013 y 2016, y al grupo que la desafió a escribir para niños y a pensar la escritura colectivamente.Algunos de sus cuentos se publicaron en antologías, diarios y revistas. Además, es autora de la novela corta, La casa frente al mar, el libro de cuento infantil Ojos de galera e integra el libro colectivo Cinco historias con Belgrano.

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Una respuesta
Marcelo
Tremendo y bellísimo relato, Cecilia Reviglio!