
“Desatar las voces, desensoñar los sueños: escribo queriendo revelar lo real maravilloso, y descubro lo real maravilloso en el exacto centro de lo real horroroso”
(Eduardo Galeano, “El libro de los abrazos”)
Se presentó como un niño. “Me llamo Coti”, dijo. “En realidad, mi nombre es Juan Alberto, pero no me digas así porque no me voy a hacer cargo.” Me salió preguntarle de qué creía que debía hacerse cargo. Y entre risas, dijo: “Y yo no sé, por eso estoy acá”.
Coti era jocoso y políticamente incorrecto. O eso decía él. En una familia cuya historia se ligaba a las fuerzas de seguridad, la figura paterna tenía un modo invasivo de convocarlo al mundo de los significantes: “No me llames así, porque no me voy a hacer cargo”; él era Coti, “bohemio, músico, cero conservador”. Pero en algún punto, —sin saberlo— algo conservaba, retenía.
Las sesiones transcurrían de una forma amena una vez que lograba llegar. Llegar implicaba atravesar una serie de rituales que me compartía cada vez que se sentaba en el sillón. “Di la vuelta por la calle Franco, me di cuenta —otra vez— de que era contramano, y tuve que dar un rodeo por otra para llegar”. Con rodeos también aparecían sus asociaciones, incluso con rodeos la botella de agua que tomaba en cada sesión era olvidada vacía todas las veces que se iba. Hasta que empezó a advertir, una cosa y la otra. Sin poder dejar de repetir: una cosa, y también la otra.
En medio de ese escenario, me contaba que con Lali seguían intentando ser papás, “estamos buscando, de todas las formas, pero no llega”. Me cuenta, también, cómo sentía que eso había empezado a erosionar la pareja, o que en realidad, mostraba un funcionamiento propio que se había ido instalando. «Lali es así, a ella le gusta todo acomodado, todo ordenado; ella no soporta que llegue tarde nunca y se enoja y grita porque hago estas cosas, de dar rodeos, de ir por otras calles”. Me cuenta que hacía muchos años que estaban bajo tratamientos médicos intentando tener un bebé, y en medio de eso, se angustia, vacila, da rodeos, va y viene, hasta que lo escucho decir: “Creo que ya no quiero ser padre, en realidad creo que nunca estuve seguro de querer serlo”. A la sesión siguiente, me cuenta que había estado en una fiesta, que había tomado mucho alcohol, y que se había “roto”. Me dice: “Una pierna, pero también me rompí yo, y Lali imagínate cómo estaba. Dice que yo no voy a poder, y tal vez sea así, si yo no puedo”. Le pregunto: ¿Qué es lo que no podés? Me dice: “No puedo nada. Si me dicen que fantástico que estuviste hoy, que bien sonó, no puedo, no me sale hacerme cargo”. Otra vez retornan: el poder, el hacerse cargo y el rodeo. Le digo eso, que tal vez da rodeos para evitar hacerse cargo. Me pregunta de qué. Le pregunto qué es el poder. Me contesta, con otra pregunta: ¿Como sustantivo, como verbo? Hago silencio; y en principio enojado, luego muy angustiado, —como quien descubre el horror— dice: “Algo oscuro, algo violento, algo siniestro, alguien tiránico, un déspota, alguien siniestro”. Así, vuelve a hablar de su papá. Hombre de las fuerzas de seguridad, a quien describe en varias escenas ejerciendo violencia y abusando de su poder. Me vuelve a traer la (pre)historia de su nombre. Me dice: “Por eso te dije que no voy a hacerme cargo de Juan Alberto”. Yo le respondo que tal vez no va a hacerse cargo de ese Juan Alberto. Se angustia y luego entre risas me dice: “¿Cómo sos vos también, eh? ¿Qué hago yo hablando de todo esto acá?”. Le digo que tal vez son los rodeos necesarios para hacerse cargo y poder.
Descubrir lo real maravilloso en el centro mismo del horror.
Transformar, desanudar, de lo siniestro a lo patético y de lo patético a lo lúdico.
Coti va y viene, a veces retoma, trabajamos durante algunos meses, se va, y después vuelve. Le damos vueltas al rodeo, intentando que se inscriba.
Cuando algo se retuerce nuevamente y cobra la forma de giro obligatorio o rotonda, cuando se hace ya inviable; allí vuelve.
Ahora compone otras letras, y dice que ya no sueña con ser padre.
También se separó de Lali.
Los giros ya no le parecen tan amenazantes.
Sigue llevando la botella llena de agua a la sesión, pero cuando la termina, se la lleva vacía de vuelta con él. A su cuenta, a su cargo.
El poder ahora, es el poder hacer camino.
Y a veces, parece que ya no está tan roto.
Mi nombre es Victoria Pérez Bitonte. Me recibí en la facultad de Psicología de la UBA en 2007.
Soy psiconalista. Actualmente hago clínica de adultos y adolescentes. Además, soy Perito Psicóloga en Asesoría Parcial de Azul.


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