Por extensión a las redes de fibra óptica que proliferan como medios de transmisión de datos, los seres humanos encarnan, cual notebooks vivientes, lo que se dice, se obra y se acciona socialmente en el campo tecnológico de los vínculos virtuales, y lo expanden como altavoces transhumanos, es decir, automáticamente. Plasman, de este modo, una operatoria que los funcionaliza y reproduce como “terminales” desplazándose aún con algo de independencia, en un terreno en el que el azar y la contingencia todavía está fuera del alcance de las máquinas, tal vez por no mucho tiempo más. Se van cumpliendo las predicciones de películas, series y relatos de ciencia ficción en el que las máquinas triunfan simplemente porque la humanidad es el resto de su operatoria, y como tal, barrido y desechado, a lo sumo reciclado, con el fin de relanzar y asegurar eficazmente y de forma cada vez más “pura”, la modalidad lógica del sistema.
Si dentro de esa reducción progresiva del campo de lo humano, hay elementos de su conjunto que ya no se mueven “ágilmente” y parecen “inviables”: los viejos y los enfermos “costosos”. Sin embargo, se podría decir —identificados por completo al amo capitalista— que los viejos serían los primeros que estarían “a salvo” de convertirse en enemigos del sistema, simplemente porque desde esa óptica, no representan un obstáculo, sus cuerpos “pasados a retiro”, incapaces para seguir sosteniendo la hiperacción del movimiento de la rueda global, se agolpan detrás de los velos compasivos con los que se los arroja al moridero, casi sin molestar. Sin embargo, la realidad muestra todo lo contrario. Los viejos representan una pérdida y son una tachadura en la maximización óptima de la acumulación y la ganancia. ¿Dónde estaría el nudo de la aparente contradicción? Está en el tipo de corporeidad con el que el capital se relaciona: no es necesariamente un cuerpo “humano”, desfallecido en el ensamblado asintomático del perfeccionamiento imparable de la producción y el consumo. El cuerpo del capitalismo es aquel en el que puede habitar el ser de la pura acción. Los cuerpos gimnásticos, jóvenes –en el sentido biológico– y hábiles (en un sentido neurológico) lo más ausentes posibles de las “distracciones” del amor y de las infatuaciones del deseo, son los que tienen lugar dentro de esa lógica. Eso hasta que se logre una máquina tan hábil y dinámica que lo reemplace. Los viejos ya no poseen esa corporeidad, ya no están a la altura de la “acción” requerida. Por lo tanto, esos cuerpos jóvenes, sin alma y sin pasión, serán los “viejos” con los que el capital mejor y más aceitadamente se relacione: los jóvenes viejos.
Por eso de lo que se trata es de “biologizar” los vínculos a todo nivel, y darle a la acción la prioridad. A tal punto se comprende esto que los individuos se desesperan por mantenerse “jóvenes” exactamente en el sentido en el que el capital lo requiere: “siempre listos” para la acción, incluso en su forma impulsiva. Incluso la erótica y, directamente el sexo, se lo “entiende” en ese sentido. Relajarse y vivir, jamás.
Anécdotas de cuarentena
Una mujer encerrada junto a su marido en el contexto del encierro de cuarentena, se angustia mucho –según cuenta e interpreta en sesión su hijo– porque el aislamiento externo confluye con una suerte de aislamiento interno, situación que se justifica por la sordera de su marido que ya no habla con ella y al que solo le interesa los decires que se propalan desde un televisor machacante, prendido a todo lo que da casi las 24 hs del día.
En otra anécdota de sesión, relatada por otro paciente, otra señora mayor habla por teléfono con su hijo para entregarle algunas cosas, que incluyen algo de dinero. Arreglan que él pase por el edificio donde vive ella unos minutos más tarde. Como en un reflejo, ella se apresura a bajar con las cosas. Cuando llega a la planta baja se angustia de tal manera frente a la posibilidad de salir a la puerta (Pandemia mediante), que solo atina dejar la bolsa con las cosas en el hall de entrada y retornar al ascensor sin siquiera fijarse si su hijo ya estaba en la puerta. Cuando él llega, la bolsa con las cosas y el dinero ya no estaban.
En la primera anécdota, una lectura “bienintencionada” tal vez diría –entre otras posibles– que la pobre “abuela”, afectada por el doble aislamiento, sufre una especie de colapso nervioso manifestado bajo la forma de la angustia, y que solo restaría “aguantar” al final de la cuarentena para “descomprimir” la situación y retornar a la normalidad. Pero ese es el problema, precisamente. Tal vez la angustia del doble encierro la dejan a la señora sin salida, frente a un probable deseo de muerte dirigido hacia su marido. Su vida ya es lo suficientemente normal como para esperar ese retorno. Sin embargo ¿cuántos se atreverían a plantear, o a pensar siquiera, que la abuelita quisiera matar a su marido?
En la segunda, la respuesta automática frente al pánico emergente, hace que ella desaparezca por completo, convertida en la extensión misma de la pletórica transmisión de datos fúnebres acerca de los efectos de la pandemia. Allí no había hijo, no había ella, no había más que solo la pura acción desencadenada y refleja, que nos justificaría para la bienintencionada (e invalidante) mirada compasiva sobre nuestros viejos. ¿Pero quién se atrevería a hablar de una madre que preferiría no entregarle dinero a su hijo por el motivo que sea, prefiriendo que se lo lleven los ladrones, manifestando de manera sintomática una situación de hartazgo?
En ambos casos, la lectura clásica de la vejez como el tiempo de la invalidez “asistida” solo se relaciona con esos cuerpos que ya no sirven más que para huir de la vida o aguantar despacio la llegada de la muerte. Sin embargo, estas lecturas, cruzadas o atravesadas por deseos “prohibidos” para toda esa moralina biologista, les devuelve el cuerpo siempre joven de los deseos que llevan al hartazgo y al límite, dentro de cuyo marco se hace posible producir el “milagro” de la resucitación de vida. ¿qué es lo preferible?
“Todos somos terminales”, si, en el sentido de extensiones móviles de una nueva forma de alienación a las redes, pero también “terminales” como agonía de las metástasis concentracionarias del capitalismo, que estallan sobre una corporeidad que se resiste a desaparecer, enfermando.
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