Historias de fantasmas
Se me ha presentado, hace un tiempo, la necesidad de profanar la filosofía, de transgredir los géneros, de degenerar el estilo hacia nuevas políticas de escritura en las cuales nos encontremos entretejidxs en las historias que contamos, en la filosofía que nos nombra, en el conocimiento que producimos. No se me ha antojado, más bien ha nacido como una necesidad fisiológica, como cuando se siente hambre. La modernidad, la separación entre sujeto y objeto, nos puso en ese lugar de observadores desprejuiciados e impolutos, testigos modestos –como lo explica Donna Haraway–, despojados de nuestra experiencia –como lo ha escrito Walter Benjamin, cuando decía que volvíamos mudos del campo de batalla–.
En esa nueva política de la escritura –aunque quizás no sea del todo nueva, claro, podría nombrar varixs filósofxs que escribían desde sus mismas vivencias–, habría que considerar seriamente la escritura de los sueños, como desciframiento del mundo fuera del ámbito del diván y la conciencia, una especie de democratización en la interpretación de los sueños, una manera de volver disponible la manifestación del espacio onírico para todo el mundo, pero también como manera de comprender la forma en que los sueños intervienen en nuestra vida diurna. De igual forma, atender a los relatos de origen, a las propias genealogías, lo que sabemos –porque nos contaron– de cómo vinimos al mundo, todos esos símbolos alrededor de nuestra configuración subjetiva individual, en términos de la escritura de la propia historia que es –no solo– el relato de nuestras madres y padres (u otrxs), sino la escritura en nuestros cuerpos de determinados sentidos. “Sentidos” no solo como significantes, sino como dirección, como una flecha que nos señala un lugar al que –conscientes o no– nos dirigimos (sentidos e historias que pueden volverse mucho más asombrosos en casos como los de hijxs de desaparecidxs que recuperan su identidad). Agregaría a esta lista una escritura relacional interespecie: si es cierto que una parte de la literatura también la constituye la correspondencia, ese intercambio textual de la palabra entre humanxs, esta microescritura, o este devenir minoritario de la escritura y de una filosofía profana a partir de la experiencia, escritura de nuestros sueños y de nuestras genealogías, no podría obviar el relato de la comunicación interespecie con nuestrxs perrxs y gatxs, con lxs pájaros que nos despiertan por las mañanas, con las hormigas y caracoles con los que convivimos en casa, o con lxs mismxs roedores que, por ejemplo, mi gata se divierte en traer. Por último, una política de escritura que cuente las historias de fantasmas. Quizás no las de las apariciones de los muertos –esa representación de una imagen menos nítida como la de un espíritu ya sin cuerpo–, aunque, es cierto, una sola vez tuve esa experiencia: dos o tres días después de que murió mi nona María, cuando tenía diez años, entré desprevenida corriendo al living y la vi de espaldas, sentada en el sillón que siempre ocupaba.
Vinciane Despret, que se ha ocupado de registrar casi etnográficamente la relación que mantenemos con nuestrxs muertxs, habla de hacer de una historia una matriz narrativa.[1] Una máquina de hacer historias de una en una, una matriz de historias que se elaboren a partir de las precedentes y que se conecten unas con otras no sobre un hilo, sino de manera tal que forman un tejido. Yo diría algo así como volverse investigadora a partir de la propia experiencia en el mundo, de la mochila de sentidos que llevamos a cuestas, de las marcas que constituyen nuestros cuerpos, de la comunicación y contaminación en nuestros procesos de individuación con otros seres –humanxs o no–, de la comunicación que mantenemos con nosotrxs mismxs cuando dormimos. Quizás todo ello nos revele más el mundo que la ciencia moderna –aunque debo aceptar mi fascinación por esa ciencia, naturalmente, me veo inclinada a leer sobre mecánica cuántica, pues admite que el mundo no es un mundo de objetos, sino de relaciones y que no existe una única perspectiva–.
Despret no habla de historias de duelo en lo que concierne a nuestrxs muertxs, sino de la relación que mantenemos con ellxs. Pues esa relación es indiscutible: pueden morir seres amadxs por nosotrxs, pero no muere nuestra relación. Hace poco oí a Fito Páez decir que no hay relación más compleja que la relación con unx muertx. Seguimos relacionándonos con ellxs. Despret utiliza un concepto para referirse a esa relación, un concepto que usé hace muchos años para intentar pensar una epistemología sensible, una relación de conocimiento que no sea la pobre y reducida relación sujeto-objeto. Es el de “disponibilidad”: nos volvemos disponibles a nuestrxs muertxs, sea para terminar una tarea que ellxs empezaron, o simplemente como manera de mantener esa relación que no se acaba con la desaparición de un ser queridx.
Por eso cuando digo “historias de fantasmas”, no me refiero solo a las apariciones o manifestaciones. Al día siguiente que murió mi papá mi celular se volvió loco y se encendía solo, esa noche unos objetos empezaron a girar sin explicación en la bañera, y un año después, en el aniversario de su muerte, el estéreo del auto se encendió solo con una canción que se llama Azules turquesas, que me acompañó durante su enfermedad. Despret señala que hay una mayoría estadísticamente significativa de situaciones en que la gente experimenta un signo de sus difuntxs relacionados a la electricidad, aparatos de radio o luces que se encienden, objetos rotos que vuelven a funcionar. Bueno, no sé si esos signos, más curiosos y cercanos a lo paranormal, son los que me interesan en las historias de fantasmas. Sino aquellos que logran derribar las barreras de la verdadera dificultad de volvernos disponibles a nuestrxs muertxs, nuestra resistencia a relacionarnos con ellxs.
Me llevó ocho años visitar la tumba de mi papá. Me escabullía diciéndome a mí misma que “él no estaba ahí”. Ahora me pregunto ¿hay una mayor marca del dualismo entre cuerpo y alma que ese chantaje de “él no está ahí”? Si no está ahí, ¿dónde? ¿En el “cielo”? Tampoco podría decir “ya no existe más”. Qué insensibles podemos volvernos a los procesos de la vida, a la regeneración y transformación de la vida, a la comprensión que cuando muere alguien o morimos, continúa un ciclo gracias al cual la vida continúa. La vida que es una y no la de cada quien. La que nos atraviesa fugazmente y que debiéramos reconocer como cuerpo y materia siempre en proceso de ser otra cosa.
Despret habla de un “acto de prolongación”, no creo que sea exactamente como recordar a alguien que murió. Es, por ejemplo, llevar los zapatos de la abuela para que siga caminando. Hoy visité la tumba de mi papá. Corroboré que el hormiguero seguía allí desde el año pasado, pero cambió de lado. Escribí su nombre de verdad, “Tito”, con piedritas sobre la placa. Me acosté encima, mirando las nubes, le empecé a hablar, a contarle cosas del último año y de pronto, empecé a sentir que me hacía preguntas. Que si estaba grande Ulises –recordamos algunas conversaciones antes de su partida–, que Alejo (“apa”) ya se veía mayor –pues sí, papá, tenía trece cuando te fuiste–. Dejé que me hiciera preguntas. Después de nueve años y en mi segunda visita al cementerio, casi sentí que hasta interrumpía mi relato preguntando. Roland Barthes escribió Diario de duelo para “seguir hablando con mamá”, no como un discurso interior, sino como un modo de vida. Uy, de qué me he estado perdiendo. Mi escepticismo puede negarme la existencia de lxs muertxs, así como la de mi papá, y perderme de seguir relacionada con él. Tengo que dejar que me haga preguntas, claro. Es cierto que a veces sigo mirando para adentro de la joyería cuando paso, a ver si no está detrás del mostrador, o espero verlo caminando por calle Catamarca, pues cuando salía del trabajo bajaba por allí a buscar el auto. Ah, sí, porque muchas veces lo encontraba sin que él me viera, cuando yo salía de la facultad, por ejemplo. O tempranísimo, después de llevar a los chicos a la escuela, lo veía saliendo de la Basílica de San Francisco. Me lo negó cuando se le pregunté, por qué iba todos los días a la iglesia. Creo que voy a pasar por allí en estos días.
[1] Las referencias a Vinciane Despret son a su libro A la salud de los muertos, relatos de quienes quedan, editado por Cactus en 2021.
Silvana Vignale es Doctora en Filosofía, Investigadora de CONICET en el INCHIUSA CCT Mendoza. Encuentros con los gatos, con la lluvia y con el mismo Nietzsche forman parte de su currículum profano
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