LA NARRACIÓN COMO ACTO POLÍTICO

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El psicoanálisis es un lenguaje y una escritura. Es un modo de conversar, un modo de estar presente, el tono y el clima de esa conversación. Esa conversación suele tener lugar en un consultorio (otras veces en el pasillo de un hospital, hoy en la materialidad que han tomado las videollamadas, conversaciones telefónicas, cartas), o en algún otro lugar, pero también continúa entre una sesión y otra. Nos volveremos a enterar en la sesión siguiente, todo lo que esa escritura siguió escribiendo a lo largo de los días, a veces sobre todo es el paciente quien lo hace, y muchas otras el analista. 

El psicoanálisis también es una forma de la memoria. Una memoria particular, que permite que conserve vivo en mí, aunque no piense en ello durante un tiempo largo o pequeño, la historia de cada paciente y la historia del tratamiento. Nunca deja de asombrarme acordarme tanto: detalles, pequeñeces, gestos, relatos, que puedo olvidar incluso pero frente al paciente inmediatamente recupero, en “atención flotante”.

El psicoanálisis cura y crea. No cura todo, ni cura siempre, pero cura cuando crea.

Crea. Por supuesto, hablo de crear. Pero también hablo de creer. ¿En qué cree un psicoanalista?

Lxs analistas necesitamos creer, en la medida en que recibir a un paciente y embarcarse en ese viaje, implica, lo sepamos o no, realizar una enorme apuesta. Lxs analistas nos desanimamos muchas veces, pero creemos. Creemos en lo que escuchamos. Y en lo que hacemos. El psicoanálisis no es una técnica, ni un procedimiento. No hay dos pacientes iguales. Ni dos analistas iguales. Sí es un método. Sabemos desde dónde hacemos, mientras que no sabemos lo que hacemos, mientras toleramos no saberlo, o ponerlo en suspenso.

La posición del analista consiste, para mí, en recuperar lo que hicimos para pensarlo, lo que hicimos porque estuvimos disponibles. Asociación libre y atención flotante son brújulas invariables, también lo es la teoría. El resto se construye. Lxs analistas creemos porque sabemos que en algún momento arribaremos a tierra firme. Y es ese arribo lo que resignifica y sostiene todo lo anterior.

Lxs analistas creemos entonces en la escucha analítica. Y le creemos al paciente. Le creemos a sus dolores, a sus sueños, a sus errores, a sus inventos, y a sus delirios. Muchas, tantas veces, tenemos la impresión de no haber sido del todo escuchadxs por el paciente, o no saber con certeza cuánto unx (analista) escuchó. Hasta que ocurre alguna intervención que en el discurrir de asociaciones de alguna sesión, detiene las dudas e interrogantes, las vacilaciones, y confirma, sin lugar a dudas, y a veces de forma conmovedora, que allí hubo escucha.

Escuchar no es oír, es oír y leer. Es leer con la oreja y el cuerpo. Y ese leer hace escribir.

Si no escribimos, si no narramos lo que hicimos en el tiempo y en el espacio de ese encuentro, entonces el psicoanálisis sólo será una abstracción. Una declamación.

Escribimos para preservar la abstinencia. Para poder dar lugar a aquello que nos marcó fuertemente. O porque nos angustió, o porque nos emocionó, o porque nos modificó. Para que eso sea inolvidable. Para no poner a jugar esa afectación en la transferencia. Porque no somos neutrales, pero nos abstenernos. Por eso escribimos. En última instancia, lo necesitamos.

Lo ensayístico (el ensayo como método, no sólo como género literario) tiene mucho que ver con el psicoanálisis. Freud escribió la Interpretación de los sueños a partir del autoanálisis de los suyos propios. El psicoanálisis empezó siendo autobiográfico. Freud se situó como sujeto soñante y como psicoanalista. Contar la propia vida-experiencia fue entonces la manera de legitimar un camino de conocimiento. Así lo fue para Montaigne, también lo fue y lo sigue siendo para el psicoanálisis. No hay camino de conocimiento que no implique la necesidad de narrar algo propio. El coraje de narrar. Cada pensador, cada auténtico pensador, tiene que emprender “la invención de lo propio”. Dar lugar a lo más propio requiere un acto de invención-ficción.

La escucha analítica es tributaria de ese particular juego: sostener-practicar-afirmar un juicio, suspendiendo el juicio, a la vez. El par asociación libre-atencion flotante sigue la pista de ese camino filosófico.

¿Qué es ese relato que –a través de la invención-ficción– va en busca del mayor apego posible a la verdad y autenticidad de una experiencia? Sabemos que la verdad es singular y cambiante, no absoluta ni definitiva. Tampoco es algo abstracto. La narración de lo singular es la mejor manera de dar cuenta de una práctica.

Lo que posibilita afirmar juicios es la propia experiencia, no simplemente un razonamiento desencarnado. Camino de conocimiento que se sostiene en la autoridad de la experiencia: decisivo para la filosofía moderna. Y para el psicoanálisis. El acceso al saber arraiga en la construcción de un método. No una técnica (acerca de esto hay mucho trabajado y escrito por Ana Berezin y Eduardo Müller, quienes sostienen que la técnica incluso puede volverse una resistencia al método). Puede ocuparse sobre cualquier asunto, no únicamente sobre lo solemne. No hay temas, ni tampoco caminos, privilegiados.

Sostenemos, y nos sostenemos, en la confianza en la palabra como operación subjetivante. En su capacidad de afectar y ser afectada, y de inaugurar o ampliar el campo de lo que puede el cuerpo en el lenguaje y lo que puede el lenguaje en el cuerpo (tomando a Meschonnic).

En Montaigne libro, o escritura, es metáfora de sujeto. Y vaya si lo es para nosotrxs. La clínica psicoanalítica no es la descripción semiológica de síntomas ni de un paciente en particular, ni la aplicación de una técnica o un protocolo, sino el relato de lo que un encuentro psicoanalítico puede. Y cómo ambos – paciente y analista– salimos de él modificadxs, afectadxs.

¿De qué se ocupa el ensayo?: de la posiblidad de narrar una transformación, un devenir, o un pasaje. “No pinto el ser, pinto el devenir” escribió Montaigne. Nosotrxs también hacemos eso: narramos un devenir. Narrando el trabajo clínico con pacientes también narramos el nuestro. Ese “devenir” es también “autobiográfico”.

“¿Por qué escribimos los psicoanalistas nuestra práctica? ¿Por qué elegimos narrarla, con todas las dificultades que ello presenta? Primero diré que para no quedarnos solos. Y luego, elijo responder con estas palabras de Pontalis: para el psicoanalista,

“[…] hacerse de un nombre debe entenderse también en un sentido literal, el de darse un nombre propio, porque, más que nadie, él se ve confiriendo, por el efecto de la transferencia, tantos nombres que no son el suyo; escribir, para él, sería un medio privilegiado para dejar de ser un ‘prestanombres’ […] Convertirse en autor también podría entenderse literalmente como aquel que quedó disponible, a lo largo del tiempo, para tantos personajes en busca de autor… En cuanto al propósito de comunicar su experiencia y sus hipótesis […] ¿Cómo podría el análisis arreglárselas sin esa prueba del tercero que viene como a asegurarle que él no es solamente la víctima de su propia fantasmática, que debe a la vez ‘divagar’ –sin lo cual no hay invención– y dar a sus pensamientos más extraños una forma bastante consistente para que el otro pueda percibir sus contornos y apreciar su validez?”.

Narrar la clínica psicoanalítica es un acto político. Narración implicada: contar qué de esa experiencia nos ha interpelado, contar cómo, de qué maneras, pusimos el cuerpo y la palabra, y como ello devino escritura-lectura nueva. Para lxs pacientes, y para nosotrxs, lxs analistas.

Hace unos pocos días me encontré con un posteo en Facebook, que me resultó primero violento, luego provocación, luego oportunidad para volver a pensar, para verme interpelada, para también interpelar. Se cuestionaba las publicaciones que divulgan fragmentos de nuestra práctica clínica. Al respecto, quiero compartir algunas apreciaciones y distinciones que considero fundamentales.

Una cosa es el acto obsceno de mostrar por demás, de exhibir, un fuera de lugar, un ataque a la privacidad que todo encuentro clínico exige, el derecho a la intimidad. Las “presentaciones de enfermos”, son un ejemplo de exhibición indigna (lúcidamente cuestionadas en un artículo escrito por Julián Ferreyra y Tomás Pal, “¿Presentación de enfermos? Psicoanálisis, enfoque de derechos y salud mental. Primera parte: la exclusión de Freud”). Otra, bien distinta, narrar. La narración, por todo el recorrido que antecede estas reflexiones, es una mezcla de ensayo-ficción-relato. Y no consiste en exhibir sino en sostener la legitimidad y eficacia de una práctica. Publicar: hacer público. ¿Qué hacemos público? Eso lo contesta cada unx desde una posición ética, con todo el respeto, cuidado y pudor que merece aquello que nos dispusimos a narrar. Pedimos autorización, desfiguramos, modificamos,  ficcionalizamos.

Narrar no es territorio del chisme o la exhibición, ni busca el aplauso, pero sí nos compromete. Es un modo de ejercer el derecho, y la responsabilidad, de autor.

Rita Segato decía, pocos días atrás, que las narrativas son territorios en disputa. Vaya si lo son. 

En lo personal, me hartan lxs psicoanalistas que exclaman acerca de lo que hay que hacer, de lo que sí es psicoanálisis (legítimo, puro, verdadero) y lo que no es psicoanálisis, pero que jamás se comprometen a narrar lo que hacen, cómo trabajan, cómo se arremangan.

Al mito del analista “mudo” no lo combatimos únicamente dentro de cada sesión, en nuestras horas de trabajo con lxs pacientes. También lo combatimos porque narramos.

Está lleno de libros y escritos, en los más diversos soportes, acerca de la teoría. ¿Cuántos hay acerca de nuestra práctica clínica? El contraste habla por sí solo. Otra pregunta es si queremos ser leídxs únicamente por psicoanalistas. ¿O queremos que el psicoanálisis sea una práctica en continua difusión? Yo me inscribo en lo segundo.

Freud construyó la teoría y el método psicoanalítico también divulgando su experiencia y quehacer en la clínica. Sus avances, errores, aciertos y desaciertos, los ponía en juego. De ello aún hoy seguimos aprendiendo. También cuando escribimos.

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