
No estoy del todo seguro de que el Presidente de la Nación utilice el lenguaje inclusivo. Por supuesto que me he percatado de que dice “todos, todas y todes”, o de que ha dicho “niños, niñas y niñes”. Doy en preguntarme, sin embargo, de qué manera funcionan exactamente esas fórmulas en los discursos de Alberto Fernández.
Sabemos que Cristina Fernández se rehusaba al inclusivo “todos” y prefería especificar “todos y todas”, en un recurso que mantiene y que por cierto se ha extendido. Pero también sabemos que algunas teorías de género han objetado ese binarismo, atribuyéndoselo al patriarcado, por considerar que invisibiliza otras opciones no binarias (gays, lesbianas, bisexuales, travestis, trans, etc., etc., etc.). Se supone que Alberto Fernández apunta a eso cuando dice “todes”, que está indicando que tiene en cuenta la completitud del amplio espectro de orientaciones; lo mismo que cuando dice “niñes” (ahí supongo que a lo que alude es a que son perversos polimorfos).
Pero no estoy seguro, como dije, de que se trate exactamente de eso. Diría que, antes que una función referencial, lo que predomina en estos casos es la función metalingüística. Ese “todes”, ese “niñes”, antes que ampliar concretamente la referencia a travestis, a trans, etc., lo que hacen es indicar que se está empleando el lenguaje inclusivo. El lenguaje no está ahí tanto para referir como para significar, para significarse en verdad a sí mismo, en su propia condición de inclusivo. El lenguaje aparece para autoseñalarse, como si el Presidente injertara esta advertencia en lo que sea que está diciendo: “Yo uso el inclusivo en ‘e’”.
No lo veo como una falla en el empleo presidencial, entiendo que es más bien general y que expresa un estado de cosas. La dinámica del lenguaje se activa primordialmente en el uso, y desde el uso, si se consolida, llega a traspasarse a la norma, a regularizarse y aun a institucionalizarse. Pero el lenguaje inclusivo con ‘e’, propuesto como superación del lenguaje inclusivo con ‘o’, surgió primeramente como indicación del bien decir, o de un mejor decir, y a partir de ahí va procurando traspasar al habla, convertirse en uso. Porque está claro que la cuestión no consiste en oponer una concepción estática de un lenguaje inmodificable frente a una concepción dinámica del lenguaje sujeto a cambios. Se trata de discernir cómo es que esos cambios se producen, cómo funcionan y cómo se afianzan. Entiendo que en tanto el código se siga percibiendo como código, es decir, en tanto que el código prepondere como tal y por su sola presencia y no por aquello que en principio está permitiendo decir, esa ansiada transformación no estará verdaderamente calando.
El problema es general, no una traba de Alberto Fernández. Pero su caso, por ser el presidente, resulta una referencia ideal para plantearse esta cuestión: qué pasa con el gesto (dado que hoy es, ante todo, un gesto, y vale como gesto) del empleo del inclusivo en ‘e’: si va a traspasar en definitiva a los usos y a las prácticas, o si no va a poder dejar de señalarse, si se va a celebrar como gesto y se va a estancar como gesto, hasta llegar eventualmente, y acaso inexorablemente, a convertirse por eso mismo en mera gesticulación.

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