
“¿Alguien sería capaz de ver, en ese mínimo dejo de sorpresa que había en el fondo de sus ojos, alguien sería capaz de ver en ese minúsculo punto ofendido, la falta que le hacían los hijos que nunca tuvo?”
Clarice Lispector
I.
Se mira el vientre. Sigue con su dedo los caminos rotos de su piel, las estrías que como ríos atraviesan su cuerpo. Recorre con sus manos el vientre que aún está hinchado, un vientre que hasta hace poco era habitado por una niña. Piensa en su vientre como en una cueva en la que se oculta un gran oso, que solo ruge y pelea por comida. Por asociación de palabras un vientre es una protuberancia palpitante, una superficie voluminosa y redonda. Pero su vientre desde hace días es lo deshabitado, lo hueco. La doctora sólo dijo que podía esperar a que la niña saliera de manera natural o podía probar con pastillas. Ninguna de las dos. Dijo que la niña había muerto dentro de ella por alguna razón más sabia, por alguna razón de la naturaleza, por alguna razón hasta divina.
II.
Guarda primero las mantas amarillas, las dobla y las hunde en el fondo del clóset. En una bolsa apila la ropa pequeña, los zapatitos y algunas mamilas. Objetos con instrucciones precisas de usarlas con un bebé reluciente, recién traído a la vida, un bebé esperado por todos, vivo.
Se avergüenza de sí misma por haber pintado de lavanda las paredes, por insulsa, por haber dibujado algunas estrellas y hasta la luna. Misión abortada. Aquello era como ver despegar un aeroplano, verlo estrellarse, volar en pedazos naranjas y amarillos. Aquello era como un barco que se hunde, como cuando despega una nave espacial; ese momento en que todos admiran y agachan la mirada o se llevan la mano a la boca y gritan al verla explotar, mientras que todo lo que queda es fuego.
En cuántos idiomas podía narrar su tragedia, si es que lo era. Porque nadie piensa en un bebé invisible que solo crece en el vientre de la madre. Mañana dirán que no era lo suficientemente grande, no lo suficientemente humano, ni lo suficientemente desarrollado. Que no poseía ni siquiera un corazón, sino una bomba primitiva, el intento de un cerebro.
Mañana dirán que tendrá muchos años para ser madre, para intentarlo y si lo quiere, llevar no sólo uno, sino varios niños y niñas de la mano.
III.
Cuando el corazón de la bebé dejó de latir, la radióloga tardó en admitirlo. Lo primero que hizo fue aguantar la respiración, hacer como que no pasaba nada. Hizo algunas preguntas, algunos comentarios de rutina. Luego volvió a intentarlo. Colocó más de ese gel frío sobre el vientre. Solo puntos blancos que anunciaban la ausencia de calor.
La radióloga le dice que va a llamar a su médico. Le dice que no llore. Le dice que a veces el corazón late muy despacio y parece que se oculta. Le dice que se ponga otra bata, que se lave la cara, que se lave las manos. Le dice que espere.
Cuando regresa intenta que no le vea el rostro. Vuelve a buscar el corazón, pero ahí donde debería haber crestas como olas que suben y bajan, solo aparece una línea blanca, una línea sorda, una línea infinita que marca la ausencia de latidos.
IV.
Viéndola de cerca, la luna se parece a un gran animal marino. A uno de esos seres que habitan en la parte abisal de los océanos. Se imagina a sí misma hundiéndose en esa penumbra, mientras es tocada por el agua sin ningún tipo de ancla, se imagina siendo arrastrada por las ondulaciones de las olas, su cuerpo adormecido por un frío antártico, su cuerpo golpeado por el agua de los litorales. La anestesia traerá el sopor, el ensueño casi hipnótico de las extremidades. Por ahora solo piensa en la luna y se concentra en la luz y en su órbita, en los ríos lechosos que la recorren. Los reflejos de la luna le parecen como seres fantasmales. También su vientre es habitado por fantasmas: los hijos que no tuvo y que la llaman, y que la buscan. Hijos a los que nadie ve, solo ella, apariciones que a veces de noche la reconfortan.
V.
Un bisturí hecho para cortar, para atravesar la piel de manera decidida. Piensa en su sangre, en los huesos de su pierna, en los cartílagos y los músculos. Terminamos, dice el médico. El color rojizo de su sangre le hace rememorar el día en que diseccionó un animal en una clase de biología, el momento en que ocupó un escalpelo para ver sus entrañas. Se da cuenta de que tiembla, de que sus piernas están frías. Se da cuenta de que su vientre desolado también llora.
VI.
La mujer ahora reposa en la habitación de un hospital, en el televisor aparece la fría escena de la luna. Es una imagen monocromática parecida a las que se ven en los ultrasonidos.
Los astronautas intentan mantener el equilibrio en el suelo lunar. La enfermera y el doctor se quedan perdidos en la pantalla, mientras juegan a hacerle la plática, a distraerla, a preguntarle su opinión sobre el alunizaje. ¿Sabía usted que es un viaje de ida y vuelta?, pero todos sabemos que los rusos llegaron antes, ¿o no? Todo es un montaje, una ficción bien realizada. A lo mejor si hubiera ido una mujer ¿verdad?, ¿cómo se siente? Ya verá que pronto sana, dicen que la luna llena ayuda a las mujeres, que solamente hay que sincronizarse con la luna. Solo hay que fijarse en los días 14 del mes. Yo no creo en esas cosas, pero ya ve, tampoco creo en que el hombre haya pisado la luna. Bueno, ya duerma, duerma.
*fragmento del libro Bosque Camaleón (la ilustración de la nota corresponde a la tapa del libro)
Amaranta Castro (México) Primer lugar en la categoría de Poesía en el Festival Internacional de Escritores y Literatura de San Miguel de Allende (2015). Ha publicado en diversas revistas y periódicos. Becaria en Innovación artística con el libro: Voces de los árboles. Sus poesías fueron seleccionadas en el libro de escritoras contemporáneas mexicanas: Romper con la palabra (EON, 2017), participó en diversas antologías de cuento como: Letrinas del Cosmódromo (Agujero de Gusano, 2022), autora de la columna “Al otro lado de la pared” en la revista Penumbria. Participó en la antología peruana de Microrrelatos de Horror escritos por mujeres (Luna negra, 2022). Autora del libro Bosque Camaleón (2022, Crisálida).

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