
Le dije a Antonio que la cara del muchacho me resultaba familiar. Él se puso los anteojos para ver de lejos y entre los dos lo miramos sin el menor escrúpulo. El muchacho estaba concentrado en la ropa de la vidriera, hasta que nos descubrió. Agarré la lapicera y me hice la que anotaba algo, estuve así un momento. Antonio me apoyó de atrás, se hacía el que supervisaba mis garabatos, me dijo al oído: ¿es su primer día de trabajo, señora? Contuve la risa. Cuando levanté la vista de nuevo, el muchacho había desaparecido. Antonio dijo: la verdad que no, vieja, no tengo idea de quién es. Sacudí la cabeza, molesta, y le pedí que se corriera, me puse a doblar los pantaloncitos que había que acomodar en una estantería. Irene se había ido al banco a hacer un reclamo y nos había dejado a cargo de la tienda, teníamos cosas que hacer.
Lo conocía, estaba segura, ¿pero de dónde? Era algo que solía pasarme cada vez que viajaba de visita al pueblo, pero no con gente tan joven, lo raro era eso. Nos faltaba Irene, mi hija siempre nos orientaba con las caras más jóvenes: éste el hijo de tal, que se quedó a cargo de la fábrica del padre, ésta es la nieta de tal, que se fue a estudiar a la Capital y debe andar de visita, como ustedes, ma. Me mantuve en silencio durante un rato y, mientras tomaba mi mate amargo, me esforcé por encontrar la respuesta en algún rincón de mi cabeza, pero no hubo caso. Antonio me interrumpió preguntando en qué pensaba y, le respondí naturalmente: en lo linda que quedó la ampliación, este color durazno es el que yo le sugerí a Irene, se siente cálido y la tienda parece más grande, menos mal que desistió de ese azul.
Estaba aburrida, no había entrado una sola persona desde se había ido mi hija. Así que mientras Antonio agujereaba la pared para colgar unos cuadros nuevos llenos de animalitos, flores y bicicletas, me puse a enrular moños con una tijera. Eran grandes y de muchos colores, algunos tenían lunares. Mi toque, esos rulitos finales, los hacían ver todavía más lindos. Hice unos treinta hasta que me aburrí otra vez. Guardé todo en el cajón y salí a barrer la vereda. Miré a ambos lados, pero no estaba. Era obvio que no iba a estar. Barrí las hojas del fresno, que ahora se veía esquelético, y las junté en una parva junto al cantero. Después me quedé parada con los antebrazos apoyados sobre la escoba, mirando hacia una de las esquinas, invocándolo para que apareciera. ¿Será el hijo, el nieto de alguien?, de algún lado me suena esa cara, pensaba. La voz de un nene me distrajo: señora, ¿está Irene?Le contesté que no, que había salido, pero que yo era su mamá. Me miró extrañado, entonces le dije: es que parezco más joven, ¿no? El chiquito ni siquiera sonrió, me dio una revista y me dijo que la mandaba su papá, el del kiosco, y señaló hacia la otra esquina. Le pregunté si tenía que darle plata y me hizo que no con la cabeza. Se fue corriendo, de seguro lo habían retado para que no se demorara.
Me puse a chusmear la revista, Gorros de crochet para bebés y niños, hasta que sonó la campanita que colgaba en la puerta y tuve que dejarla. Una mujer quería ver escarpines y medias, baberos, también alguna manta. Tenía que hacer un regalo para su primer ahijado. Empecé a moverme avispada, como si fuera la verdadera dueña y supiera, sin vacilar, en qué estantería, en qué cajón, en qué perchero estaba cada cosa. Puse todo sobre el mostrador, mientras sacaba cada prenda de su caja o paquete. Le fui dando sugerencias a la mujer: ésta con abejitas me gusta más, mirá estos de color celeste son de muy buena calidad, la verdad que esa cinta de raso le da un toque muy delicado. Me di cuenta de que ella no tenía muchas ganas de charlar, así que la dejé tranquila decidiendo y, para adelantarme, me fui a revisar la lista de precios que nos había dejado mi hija sobre la caja registradora. Y ahí, frente a la caja, una vez más levanté la vista de la planilla y volví a verlo. Un dejavú. Me quedé balbuceando: cuatro pesos el babero. Debe haber creído que le hablaba a él, qué vergüenza. Era el muchacho en la vereda, otra vez, pero con los ojos casi tocando la vidriera que nos separaba. Le pedí a Antonio que se acercara, que dejara los cuadros y se ocupara de terminarle la cuenta a la mujer. Salí.
Buen día, señora, ¿sabe si anda Irene por acá?, dijo. Tendría unos cuarenta años y una sonrisa somnolienta, los ojos achinados, el pelo rubio grasoso, como si recién se hubiera despegado la almohada de la cabeza. Usted debe ser el del kiosco de revistas, el de la esquina, dije lo primero que se me ocurrió, mientras buscaba plata en mis bolsillos, avergonzada. ¿Cómo no había pensado esa posibilidad? Le pregunté al nene, a su hijo, cuánto era, perdón, es que se fue rápido, yo soy la mamá de Irene, ella no está y va a tardar en volver porque se fue al banco. Me interrumpió aclarando que no, que no tenía hijos, que no tenía kiosco, que en todo caso era el señor de los maniquíes. Tardé unos segundos en entender a qué se refería, hasta que señaló la vidriera y me sentí una tonta. Antonio me gritó desde adentro: vieja, me falta un precio, necesito un precio, y me sentí doblemente tonta. Le pedí al muchacho que me acompañara adentro, hice un gesto con la mano invitándolo a pasar. Él miró la hora en su reloj y entramos.
La mujer se fue contenta con sus bolsas de regalo, mis sugerencias la ayudaron. Si Irene había salido buena vendedora, el mérito era cien por ciento mío. Antonio conversaba con el muchacho, le dijo que nunca había charlado con un fabricante de maniquíes, que tenía un amigo forense en Chubut y creía que era lo más parecido. Temí que siguiera con esos comentarios estúpidos, pero después le preguntó de dónde venía. El muchacho dijo: de Córdoba, bah, en realidad el taller está en Córdoba, señor, yo hago el recorrido en esta zona y, de hecho, ya estoy súper atrasado, tengo que seguir. Mientras acomodaba los billetes en la caja, me sumé a la conversación: hubiera jurado que te conocía, ¿no es cierto que te lo dije, Antonio? El muchacho sonrió mostrando los dientes, dijo: ¿seré parecido a algún actor que le guste?, debe ser eso, ya se va a acordar. Me puse colorada, sentí el calor en mi cara. Era muy lindo, incluso esas ojeras oscuras le quedaban bien. Caminó hasta la vidriera, donde los maniquíes se veían de espaldas, a contraluz, y apoyó una mano sobre el hombro del que estaba en medio, el del nene rubio, aseguró: éste, éste es el que me tengo que llevar, sí. Antonio le pidió que esperara un segundo, que iba a preguntarle a Irene, porque a nosotros no nos había avisado que iba a pasar. Después le consultó si podía volver más tarde, si podía hacer otras cosas, visitar otras tiendas. Respondió: hace una hora ya tendría que estar a cuarenta kilómetros de acá, disculpen, si quieren paso de nuevo el próximo viaje, pero creo que su hija estaba molesta y quería que se lo cambiáramos lo antes posible. Antonio insistió con llamar a Irene, pero le dije que no, en el banco no podía atender, esto era una pavada que podíamos resolver los dos solos.
Fui con el muchacho y sacamos el maniquí con cuidado. Empecé a desvestirlo: primero la gorra, después la camiseta y por último el pantalón. Lo examiné de pie a cabeza para encontrarle el defecto. Salvo por los ojos, esa pintura negra y azul mal hecha que le hacía una mirada rara, no encontré nada del otro mundo. ¿Y por qué lo quiere cambiar?, ¿usted no trajo el otro muñeco, digamos, el de reemplazo?, quise entender bien. Él explicó: creo que pidió uno negrito, señora, pero no sé muy bien, yo solo los envuelvo, los cargo y reparto, éste me lo tengo que llevar. Me quedé mirándolo, pensando en algún actor, en algún cantante, alguien que tuviera sus rasgos, pero no se me ocurrió nada. De la pila de ropa que ahora yo tenía en la mano, el muchacho sacó la gorra y se la puso de nuevo al maniquí. Le queda súper, ¿no?, ¿no es hermoso?, dijo. Estaba abrazando por la espalda al muñeco rubio. De nuevo me puso nerviosa, no supe qué responder. Antonio tosió fuerte y reaccioné. Le saqué la gorra al muñeco de un tirón y le dije, retándolo: vaya, vaya nomás que se le va a hacer tarde, después se va a acordar de mí y de mi pobre madre durante todo el viaje, no se demore en traer el otro, eh, usted no sabe lo que es mi hija enojada. Los tres terminamos riéndonos, por suerte.
Lo acompañé hasta la puerta y vi cómo cruzaba la calle hasta una trafic blanca, con qué delicadeza cargaba al maniquí en la parte de atrás, como si se tratara de un chico que estaba descompuesto, accidentado. Tocó bocina y me hizo chau con la mano.
*
Irene volvió a eso de las doce y cuarto a la tienda. Pasó derechito al baño. En eso es igual a mí, aguantadora, no podemos hacer pis en baños públicos ni locas. Cuando salió, más aliviada, le di un mate con una cucharadita de café, como a ella le gusta, y fue hasta el fondo de la tienda, al lado de los vestidores, para supervisar los cuadros que Antonio había colgado. Gracias, pa, quedaron re lindos, dijo, y enderezó un poco el de los animalitos. Nos contó que se había peleado con el gerente del banco y que también se había cruzado con la mujer que había venido a comprar: me dijo que los dos eran un encanto. Después miró hacia la vidriera y me preguntó: ¿le vas a cambiar la ropa que tenía?, yo pensaba ponerle una campera de corderito, de las últimas que traje, también pensaba redecorar la vidriera, podrías ayudarme, pa, quiero pintar unas ramas secas y unas hojas bien grandes, tengo que comprar un aerosol dorado, armar algo lindo por el otoño. Hizo un barrido por toda la tienda: ¿dónde lo pusieron? Entonces entendí que algo no estaba bien. Le expliqué que había pasado el muchacho de los maniquíes y se lo había llevado: me dijo que te van a llamar del taller cuando fueran a traerte el negrito, la verdad que me gustaba más el rubio, hija. Se puso a recorrer cada rincón de la tienda. Volvió a preguntar: ¿dónde está?, ¿qué muchacho?, no entiendo. No dijimos nada. Se llevó una mano a la frente y dijo: me tiene harta este enfermo, después miró a Antonio y le dijo que ese tipo estaba loco, que cómo él no se había dado cuenta. No sabíamos qué decir, no entendíamos qué había pasado. Irene agarró su celular, decía que iba a llamar a la policía, me tiene harta ese enfermo, enfermo de mierda, repetía. No estaba marcando ningún número, le temblaba la mano, así que le saqué el teléfono y le pedí que se sentara y respirara tranquila. Antonio trajo un vaso con agua y nos pusimos de rodillas junto a ella. Mi hija, que hasta hacía media hora había estado peleando como una fiera en el banco, ahora parecía una nena asustada. No recordaba la última vez que la había visto así. Cuando se calmó, le pedí que me contara: es un loco, ma, un día vino y quiso comprarme el maniquí y le dije que no, insistió un par de veces más y tuve que decirle a un amigo que viniera y lo amenazara, apareció de nuevo una tarde, hace dos meses, y rompió la puerta, quería el maniquí, al precio que se me ocurriera, pero le dije que no y se puso furioso, se fue dando un portazo. Un escalofrío me arañó la espalda. Antonio empezó a gritar que por qué no nos había dicho la verdad, que era obvio que lo del perro había sido una mentira, que un perro no puede hacer mierda una puerta. Al instante grité yo, le grité a Antonio que cerrara la boca y que mejor saliera de la tienda para ver si no andaba por ahí ese hijo de puta. Me sentí una tonta, me sentí estafada. Ma, ¿cómo no te diste cuenta?, yo no te había hablado de ningún tipo, de ningún maniquí, ¿entendés por qué tengo que estar yo acá?
Supuse que el muchacho ya se había llevado lo que quería. Yo iba a asumir la culpa y comprar uno nuevo, buscaría uno parecido, pero con los ojos bien pintados, y terminada la historia. Había que pensar en lo que necesitábamos para decorar la vidriera de otoño, hojear la revista nueva de gorros tejidos, comprar lana, disfrutar de los últimos días juntos, como cada mayo, como cada vez que venimos y todas las veredas están llenas de hojas amarillas que hay que juntar en parvas y poner en bolsas de consorcio. Todo lo iba calculando mientras le acariciaba un brazo a Irene: ¿yo lo conozco, hija?, ¿por qué tengo la sensación de que lo conozco, de dónde? Me contestó que no, y después de unos segundos que sí, pero solo de nombre, que quizás me lo haya nombrado alguna vez que hablamos por teléfono: a éste es al que se le ahogó el hijo en la pileta del club, ma, capaz lo viste en el diario, qué se yo.
Salí a la vereda, necesitaba tomar un poco de aire. Llegó un patrullero, dos policías se bajaron y entraron en la tienda para hablar con Irene, los había llamado Antonio. Agarré la escoba, desarmé la parva de hojas y volví a barrerlas, las amontoné en otro lugar. Miré la vidriera, dos maniquíes en vez de tres. Los dos que quedaban no tenían cara, no tenían ojos, sobre el cuello llevaban solo un óvalo plástico color piel. Miré la fachada con nostalgia, este local había sido de mi papá, durante veintiún años había tenido su mercadito de ramos generales. Ahí dentro, yo me había pasado toda la juventud atendiendo a los vecinos del barrio. Ahí dentro fue que conocí a Antonio una mañana cualquiera, ahí dentro él me convenció de que nos mudáramos a otra provincia.
Antes de que se fueran, hablé con la mujer policía y le dije en voz baja, para que Irene no me escuchara, que no era para tanto, que no se preocuparan. Me respondió que iban a encontrarlo para darle un escarmiento: quédese tranquila porque es inofensivo, está medio loco, pero es inofensivo, hace unas semanas apareció de nuevo, nos llamaron de la guardería porque cayó vestido de payaso, diciendo que lo habían contratado para el cumpleaños de uno de los nenes.
Cerramos la tienda y nos fuimos a buscar un lugar para almorzar. ¿Este tipo de cosas hace alguien que ha perdido un hijo?, pensé mientras me subía al auto. Irene y Antonio iban adelante peleando, porque uno quería comer parrillada y la otra pizza. Yo tenía que desempatar, me daban cinco minutos para decidirme. Llevaba mi cartera sobre las piernas, parecía que el cierre iba a explotar. Antonio dijo: ¿y, vieja?, se me hace que querés comer una rica parrillada, con papas fritas o una ensaladita para acompañar, pizza podemos comer el domingo antes de que nos vayamos, las amaso yo, lo prometo. Sonreí y le pedí dos minutos más para terminar de decidirme, simulé entusiasmo por el juego. La camiseta, el pantaloncito y la gorra estaban dentro de la cartera, también una bolsa y un moño enrulado. Después de almorzar, Irene se iba a su clase de gimnasia, Antonio dormiría la siesta hasta la hora del partido de Independiente. Mientras tanto, después de comer… parrillada, listo, parrillada, yo saldría a caminar con mi cartera, a recorrer las calles de este pueblo que me gusta tanto, que me recuerda a mi papá a cada paso, y a veces me hace odiar a Antonio con todas mis fuerzas, por haberme convencido de irme. Este pueblo que sigue siendo tranquilo, de gente buena que siempre saluda, aunque los años, el pelo corto, las arrugas, me hayan vuelto una completa desconocida. Este pueblo que primero fue mío, antes que de Irene, antes de que ella tomara la decisión de mudarse y reciclar, poner en pie lo heredado. Este pueblo donde basta entrar a dos o tres negocios y preguntar por alguien a quien se le ha muerto un hijo, ahogado en una pileta, para encontrarlo más rápido que cualquier policía.

Nicolás Taltavull (Villa de Merlo, 1994). Narrador argentino. Ha participado en talleres de lectura y escritura en la provincia de San Luis y, a la fecha, participa en modalidad virtual del taller de Silvina Gruppo. Sus cuentos han sido publicados en varias antologías y revistas literarias, y han sido finalistas en distintos concursos de narrativa breve: Coronaletras (2020), Osvaldo Soriano (2021), Fundación La Balandra (2022) y La Guerra y La Paz, a 40 Años de Malvinas ULP (2022). Actualmente vive en Santa Rosa del Conlara, donde coordina un club de lectura y trabaja en su primer libro de cuentos. Es organizador del Primer Festival del Libro de Santa Rosa del Conlara.
«Tienda Irene» es un cuento que está incluido en «El sol oblicuo y otros cuentos» (2022), la antología del 3° Concurso de Narrativa de Fundación La Balandra. www.fundaciónlabalandra.org.ar (Ig: fundaciónlb)
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